El Papageno de Chacao
ROBERTO ECHETO
Todos los días nos ocurren cientos de pequeños cataclismos que nos cambian la vida y nos hacen pedir una escopeta como regalo de cumpleaños. Uno de ellos me sucedió hace un par de semanas, cuando me encontraba a punto de llevar a cabo una de las tareas más ingratas que existen sobre la faz del planeta: limpiar la jaula de Raúl, mi loro.
Las aventuras de Raúl ya son conocidas por grandes y chicos. Todos saben que cada miércoles y viernes juega dominó y fuma tabaco con los loros del tercero y del quinto piso, que un domingo sí y otro no, se escapa por los alrededores de Chacao, se refocila con la lora del dueño de Don Corleone o se va a casa de Alfredo Escalante a beber cerveza y a escuchar discos de Slipknot. Sin embargo, esto que les voy a contar no tiene parangón en la historia de mi loro.
Esa mañana de hace dos semanas lucía radiante con su sol blanco. El calor veraniego que se expandía por mi ciudad, me insufló el entusiasmo necesario para acometer la tarea de cambiarle el periódico a la jaula de mi pajarraco, ponerle pipas en el plato y escanciar el agua en su envase en vista de que, gracias al amarillo bochorno de los días de abril, Raúl mojaba toda su jaula, convirtiéndola en una sopa en la que se entremezclaban excretas, agua sucia, plumas, jirones de papel y cáscaras vacías.
Yo me movía feliz de la vida entre la ruma de periódicos y el chorro de agua con el que lavaba el mugroso mobiliario del hogar de Raúl. De pronto, cuando metí la mano en la jaula para colocar en su sitio el plato lleno de semillas de girasol, Raúl me mentó la madre y se le fue encima a mi mano con una furia desbordada. Como pude, esquivé los mordiscos y los aletazos que el loro le propinaba a mis dedos que se movían como Tommy Hearns, tratando de devolverle la cordura al ave gritona a fuerza de golpes, pero fue imposible. Lo supe cuando sentí un punzante ardor en el pulgar y el fondo verde de la jaula se tiñó de rojo.
Supongo que no tengo que decirles que desde ese momento mi vida cambió. La sangre de mi dedo trató de embriagarme el ánimo y ponerlo en guardia para la venganza, pero una fuerza indescriptible me puso melancólico e hizo que apaciguara al loro que aún chillaba violento. Poco a poco mi piel fue adquiriendo un color verdoso hasta que quedé convertido en un ser primaveral capaz de sonreírle y de darle a todos los buenos días a la hora en que el disco solar baña al mundo con su calor.
Ahora soy el hombre-loro de Chacao, el Papageno de la avenida Francisco de Miranda, el amigo inseparable de Raúl, el loro de verdad, a quien acompaño a todas partes en el side-car de su Harley-Davidson y grito cuando él grita y bebo ron y whisky y vodka y orujo, mientras jugamos ajilei, fumamos Gauloises risueños y nos vamos a la playa a pasar un fin de semana con sus amigas parrots.
No tengo nada de siniestro. Soy uno más de ellos. Soy un loro con American Express. Soy el hombre-loro, el Papageno de Chacao.
Las aventuras de Raúl ya son conocidas por grandes y chicos. Todos saben que cada miércoles y viernes juega dominó y fuma tabaco con los loros del tercero y del quinto piso, que un domingo sí y otro no, se escapa por los alrededores de Chacao, se refocila con la lora del dueño de Don Corleone o se va a casa de Alfredo Escalante a beber cerveza y a escuchar discos de Slipknot. Sin embargo, esto que les voy a contar no tiene parangón en la historia de mi loro.
Esa mañana de hace dos semanas lucía radiante con su sol blanco. El calor veraniego que se expandía por mi ciudad, me insufló el entusiasmo necesario para acometer la tarea de cambiarle el periódico a la jaula de mi pajarraco, ponerle pipas en el plato y escanciar el agua en su envase en vista de que, gracias al amarillo bochorno de los días de abril, Raúl mojaba toda su jaula, convirtiéndola en una sopa en la que se entremezclaban excretas, agua sucia, plumas, jirones de papel y cáscaras vacías.
Yo me movía feliz de la vida entre la ruma de periódicos y el chorro de agua con el que lavaba el mugroso mobiliario del hogar de Raúl. De pronto, cuando metí la mano en la jaula para colocar en su sitio el plato lleno de semillas de girasol, Raúl me mentó la madre y se le fue encima a mi mano con una furia desbordada. Como pude, esquivé los mordiscos y los aletazos que el loro le propinaba a mis dedos que se movían como Tommy Hearns, tratando de devolverle la cordura al ave gritona a fuerza de golpes, pero fue imposible. Lo supe cuando sentí un punzante ardor en el pulgar y el fondo verde de la jaula se tiñó de rojo.
Supongo que no tengo que decirles que desde ese momento mi vida cambió. La sangre de mi dedo trató de embriagarme el ánimo y ponerlo en guardia para la venganza, pero una fuerza indescriptible me puso melancólico e hizo que apaciguara al loro que aún chillaba violento. Poco a poco mi piel fue adquiriendo un color verdoso hasta que quedé convertido en un ser primaveral capaz de sonreírle y de darle a todos los buenos días a la hora en que el disco solar baña al mundo con su calor.
Ahora soy el hombre-loro de Chacao, el Papageno de la avenida Francisco de Miranda, el amigo inseparable de Raúl, el loro de verdad, a quien acompaño a todas partes en el side-car de su Harley-Davidson y grito cuando él grita y bebo ron y whisky y vodka y orujo, mientras jugamos ajilei, fumamos Gauloises risueños y nos vamos a la playa a pasar un fin de semana con sus amigas parrots.
No tengo nada de siniestro. Soy uno más de ellos. Soy un loro con American Express. Soy el hombre-loro, el Papageno de Chacao.
3 Comments:
Hoy quisiera empapelar las paredes de este mundo estulto y abyecto con historias como ésta.
coño señor usted esta loco
el hombre loro es como un pajaro patinador sin patines
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