martes, abril 25

Siempre caía alguna perrita fina

RON GALANTE


Lo de ellos era chupar y chupar hasta dejar una fosa de tumba en el bajo vientre, hasta convertir la cuca y el culo en cloacas conectadas directamente a la fría y húmeda caverna de la mente, imperio oscuro de la voluptuosidad, la confusión y la locura.

Alguna perrita fina siempre caía, y con más frecuencia de lo que se pudiera suponer; una niña de casa, perfumadita y de modales delicados, muy necesitada de autoestima y de misterios en este mundo de cirugías plásticas, malls y autos de carrera.

Sí, eran unas ricuras como Verónica, la dueña de las nalgas y los muslos mejor tallados en la materia dura, tersa y comestible que eran sus carnes. Morena de nariz respingada unida a una boquita hinchada, como si le urgiera que le trabajaran el ardor con aplicaciones de verga inhiesta cargada hasta el fondo de los cojones no precisamente de crema coco.

Una noche, Verónica escapó de su novio bonito y tonto, estudiante de Derecho en la UCAB, y de su amante poeta y cínico, huésped honorario de los pasillos de la Escuela de Arte de la UCV, y fue a dar a la barra del café La Auyama. Allí se le atravesó la mirada sabia y serena de quien se identificó como Pedro.

Sin saber por qué, ella terminó contándole su momento existencial, su confusión y su miedo, y cómo, insospechadamente, había roto todos sus patrones morales al dejar el amor seguro pero fofo de su novio sempiterno para convertirse en la amante de un alcohólico peligroso, que sin embargo le había enseñado unas cuantas cosas de la vida, entre ellas lo que era una buena mamada de cuca (esto último, claro está, no lo contó).

Pedro asentía y hacía algún comentario oportuno que se adelantaba a los pensamientos de ella. Se portó como todo un caballero, y para ella fue como si hubiera chocado a mil kilómetros por hora con su alma gemela.

Volvieron a salir. Verónica habló otra vez de sus problemas. Él se mostró paciente y comprensivo. Apenas dejó escapar que era economista.

Otro día, Pedro la fue a buscar para el almuerzo. La llevó al Chez Wong de La Castellana. Al final le dio dos juegos de llaves (las del auto y las de su apartamento), y un cheque firmado y sin llenar en las cantidades. Le pidió que le hiciera mercado, que no tenía nada en la nevera. Con este cepo las perritas caían encantadas. Siempre les parecía una aventura sensual hacerle el mercado e ir a dejar la compra al apartamento, esa guarida de hombre enigmático que ellas podían auscultar con detalle en vista de la ausencia del dueño. Verónica no fue la excepción.

El apartamento quedaba cerca, en los Palos Grandes. Él la llevó hasta el edificio, se lo mostró y después bajaron hasta la avenida. Frente a la estación del metro acordaron que ella lo pasaría buscando por el mismo sitio a las seis de la tarde.

El lugar de Pedro resultó ser un pent-house de revista con altos ventales descubiertos. Todo lo contrario al apartamento del poeta perverso, que siempre tenía todas las persianas abajo, que siempre olía a cigarrillo y cerveza. En cambio, aquel piso olía a brisa, a bosque, a luz, a sinceridad, a eternidad.

Apenas dejó la compra sobre los muebles de la cocina sonó el timbre. El ojo de la puerta le mostró a una mujer joven, hermosa. La brisa caliente de los celos le encarnó el rostro y le alborotó la totona, por lo que inquirió de mala gana la presencia de la extraña. La mujer respondió con una afirmación pitonisa: “Hola, tú debes ser Verónica”. Abrió la puerta y la enfrentó con el rostro demudado y las tetas erectas como los proyectiles de la Afrodita de Mazinger Z. “Eres más hermosa de lo que Pedro me había contado” dijo la otra, dejando que las palabras flotaran sobre las aguas de una exhalación de orgasmo masturbatorio.

La mujer se llamaba Lilly y supo ganarse a Verónica a pulso de halagos y sonrisas. Fue como si se hubieran conocido desde primaria, que es cuando las niñas se dan besos, se meten el dedito y se juran amistad inmortal.

Así, mientras arreglaban la compra en fraterna intimidad, Lilly fue sirviendo sus platos envenenados. Y Verónica, boquiabierta, parapléjica, recibió las cucharadas del mal.

Siguiendo las directrices de un plan de comprobada eficacia, Lilly le soltó que Pedro era alguien único, alguien fuera de este mundo con una misión muy especial. Que no le podía contar mucho más, pero que sólo podía decirle que aquellos encuentros estaban predestinados. Verónica se quedó con el misterio lamiéndole el clítoris de la curiosidad.

Otras etapas del plan fueron cumpliéndose con el transcurrir de los días. Cierta vez, Verónica y Pedro se encontraron "por casualidad" en un centro comercial. El tipo parecía otro. Hablaba con voz diferente y sus gestos no eran los de costumbre. Ante el estupor, Verónica acudió a su amiga Lilly.

Se citaron en la terraza del Arisa en el Tolón. Lilly empezó por advertirle que lo que iba a contar era algo muy extraño, que no la creyera loca, que a ella también le había costado mucho trabajo creerlo. Entonces, con total convicción de su parte, le explicó que el cambio que había visto en Pedro no era más que una manifestación de su origen extraterrestre.

Verónica se movió inquieta en el asiento, sorbió un poco de té verde, masticó un trocito de galletica de mantequilla con nueces, y siguió escuchando. Pedro, el hermoso Pedro, resultó ser el Señor de la Séptima Galaxia, y además estaba destinado a convertirse en el padre del Segundo Cristo. Para ello, Pedro debía entrar en contacto con siete mujeres excepcionales, de espíritu altamente evolucionado. Después de años de búsqueda desesperada, por fin Pedro había encontrado a una de esas mujeres. “Tú eres una de ellas”, remató Lilly. Verónica quiso saber cuál era el papel de Lilly en todo aquello. “Yo apenas soy una nodriza, una ayudante”. Encantada para sus adentros, Lilly pudo notar que, aunque la perrita fina no terminaba de convencerse ni tampoco de entender, aquellas palabras habían calado profundo y de buena manera. Y es que toda aquella monserga a Verónica le supo a gloria, exclusividad, recompensa, pertenencia majestuosa y sentido de vida. De allí a vivir la fascinación cercana a la entrega absoluta del sectario, no faltaba nada.

Una semana más tarde fue el encuentro de los tres en el pent-house de Pedro. Hubo tragos con nombres exóticos, música de Buda Bar, sala a media luz y un sofá para tres. Entonces surgieron nuevas palabras, más filosofía en el tocador sideral.

El mundo estaba perdido, pregonaba Pedro al oído de su perrita fina. Los hijos del Universo vivían atrapados en una falsa moral. La humanidad se había desconectado de su esencia. Los hombres y las mujeres habían enrejado su libertad.

-Despoja tu cuerpo de toda atadura –predicó el Señor de la Séptima Galaxia al tiempo que se ponía de pie y presentaba ante las mujeres su verga abultada bajo el pantalón.

-Siente, vive el comienzo de la comunión perfecta.

Lilly, sinuosa y callada, ya había comenzado a masajear los hombros de Verónica, y la otra movía la cabeza de un lado al otro, sintiendo el alivio del masaje, sintiendo que entraba en un túnel de voluptuosidad purificada, donde su comprensión de las cosas crecía y se llenaba de luz.

-Adora al lingam portador de la simiente salvadora.

El Señor de la Séptima Galaxia se sacó la verga endurecida y comenzó masturbarse frente a sus acompañantes, observando gozoso cómo las manos de Lilly bajaban hacia los senos de Verónica, cómo el masaje se hacía cada vez más intenso y lúbrico. Verónica se deshizo de la blusa, y Lilly buscó aquellas cúpulas perfectas bajo los sostenes. Allí estuvo un buen rato, chupando, intentado saciar la sed inagotable del sexo. Luego subió por el cuello de su víctima, lamió la barbilla, encontró los labios, la lengua de Verónica.

-Aléjate del egoísmo humano, que tanto daño ha causado al mundo; comparte tus dones –dijo Pedro y se arrodilló ante su víctima, entre sus piernas ya abiertas, ya servidas. Con manos como arañas plegó tela de falda y sustrajo la pantaleta.

-Que tu gruta sea escapatoria del mundo sublunar, y entrada al cielo de la sabiduría.

Dándole pausa al sermón, metió la cabeza hasta el fondo y encontró los labios abultados, la rajadura de la que empezaba a brotar el licor pegajoso y salubre.

-Dame tu ambrosía, déjame beber su eternidad.

Con candencia de gata que se restriega, Lilly se sacó toda la ropa y, ya desnuda, se incorporó sobre Verónica. Doblando un tanto las piernas, colocó su totona sobre la boca de la otra, que sacó la lengua y comenzó a jugar con los pliegues mojados.

-Sí, saborea, cata la delicia –dijo entonces Pedro ya subido al sofá, contemplando la escena con la mano en la verga, masturbándose en ondulaciones prolongadas y serenas.

El vientre de Lilly se sacudió en espasmos, y de su cuca brotó la lluvia de oro. Verónica la recibió con la boca muy abierta y en sacudidas de lengua que recordaban a una serpiente en sus estertores de muerte. Entonces Lilly se tumbó al otro lado del sofá y Pedro tomó a Verónica hacia el suyo.

-Ahora ven, ven a consumar la hierogamia sagrada.

El hombre la montó sobre su verga, las nalgas de Verónica apretadas contra los muslos y las tetas limando su nariz y su boca.

-Danza, danza sobre la llave de los secretos, encuentra la combinación, libera tus instintos.

Lilly, arrellanada contra la esquina, sin apartar la mirada de la pareja, se pasaba el dedo por la totis extenuada y hecha un pichache.

A Verónica se le veía consumida en una burbuja de lujuria incandescente, y a Pedro, concentrado en su trabajo o hipnotizado por el par de tetas que le cacheteaban el rostro.

Poco después, Pedro apartó a Verónica. Por unos instantes quedó recostada sobre Lilly, que comenzó a besarle el cuello y a acariciarle las tetas. Ya de pie, el Señor de la Séptima Galaxia atrajo a Verónica hacia él. La giró y la hizo colocar las rodillas sobre el sofá y las manos sobre el respaldar. Las nalgas infladas quedaron apuntando el falo del hombre, que la tomó de la cintura y empezó a frotarse contra ella. Verónica, la espalda recta, veía el proceder de su divino extraterrestre. Pedro, por su parte, se echó saliva en la mano y comenzó a pasarle el dedo por el culo, lubricando. Verónica reaccionó, intuyendo lo que vendría; mas Pedro habló:

-Querida, debes dejar que yo alcance la Kundalini Galáctica. Si esto no ocurre no llegarás dónde anhelas. Debes dejar que mi lingam sagrado penetre hasta el fondo de tu culo, para producir una descarga de energía que despertará a los chakras y te preparará para ser la madre del segundo Cristo.

Verónica, entre convencida y resignada, volteó a mirar la pared y relajó los músculos. Pedro embistió aquel culito virgen y lleno de saliva. Verónica lanzó un grito. Lilly, para calmarla, le acarició el cabello y el rostro.

-Al principio duele un poco, después, es lo máximo –le musitó Lilly al oído.

Pedro comenzó a golpear con más fuerza. Verónica volvió a gritar. Pasados unos minutos, la realidad se le trastocó. Las caricias y los susurros de Lilly le llegaron como de lejos, como desde un galpón con eco. Y Pedro no era más que una verga, un miembro gigantesco, una mandarria que golpeaba el fondo de su culo y derribaba las paredes de su antiguo mundo.

El bramido orgásmico de Pedro la devolvió a la sala del pent-house. Sacó la cabeza de los cojines del respaldar, vio las caras sudadas y torcidas en el gesto blanco del placer, y volvió a hundirse en los almohadones del respaldar. Entonces quedó como suspendida en alguna parte.

De pronto, una cuerpo mohoso cayó sobre su espalda, y un minotauro resopló en su nuca. Le volvieron las palabras a la mente. Pensó que había traspasado un umbral, que por fin se había convertido en una mujer universal. También pensó en el miedo, y tuvo miedo, pero le gustó o quiso que le gustara aquella sensación. Sonrió, luego soltó una risa, luego otra. Al final, los tres rieron, abrazados, cansados, complacidos…

Así, de una fiestica en otra, Verónica se fue dejando llevar cada vez más hacia la tierra sin caminos que Lilly y Pedro le tenían destinada en el itinerario salvaje y veloz del sexo. Le presentaron a otras elegidas, a otros creyentes y a otros extraterrestres también. Nuevos cuerpos, nuevos sacramentos, nuevos rituales, nuevas comuniones.

En cierto momento la cosa ya no le gustó tanto. Pedro y Lilly se dieron cuenta y comenzaron a preparar la despedida. Un día, confundida, enloquecida, asqueada, la perrita fina huyó. Nunca lo supo, pero lo hizo concitada por las estrategias de los otros dos. Y es que siempre quedaba algo del pasado que se podía usar para salir de aquellas que comenzaban a fastidiar, a convertirse en obsesas celópatas o simplemente a dudar de lo que hacían.

Y así, con su partida, la perrita fina se llevó unas cuantas historias para recordar y callar sobre la almohada, mirando la espalda del maridito millonario con que al final se casó.

Si algún día a él se le ocurre una fiestica swinger, Verónica no hará la más mínima resistencia…

2 Comments:

Anonymous Anónimo said...

Su historia Don Ron, trae a mi memoria un relato que hace algun tiempo me fue dicho, por un ser que acostumbraba a caminar por el lado oscuro y mas peligroso de la calle, ahora este solo camina por centros comerciales, o lugares muy iluminados, en fin solo queria decirle que por momentos me ha resultado en exceso zoes lo que escribio, pero de la misma manera me calienta la sangre, puede que en el fondo quisiera ser ese señor de la septima galaxia y salir a cazar a las veronicas que transitan por esta ciudad con sus tetas expuestas y sus frustraciones ocultas.
Esperare su proxima aparicion, claro esta si es que le vuelven a permitir la entrada las mamparas de los hermanos chang

2:31 p. m.  
Blogger Unknown said...

Que buen relato, tantas que se dicen listas y caen con las vainas mas pendejas.

12:24 p. m.  

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