jueves, mayo 11

BESTIARIO EDITORIAL

("Mandala del Bestiario" de Eleonore Weil)

Los honorables hermanos Chang, en pleno viaje de “negocios” (dinero es dinero, aunque sea liberal y salvaje) por su China natal, se han visto en la necesidad de cambiar de ramo. Sus actividades en la hostelería han sido suspendidas hasta nuevo aviso, por culpa de una intervención sorpresa que perpetraron en la Trattoría unos agentes del SENIAT. Los individuos (híbrido de Guardia Nacional con gorila, pero armados con calculadoras HP colgadas del cinturón justo al lado del celular) preguntaron que qué cosa sospechosa era esa de un restaurante italiano manejado por chinos, que por qué ese empeño de preparar “tortelones y fetuchinis” en vez de lumpias y sopas de nido de golondrina. Que incluso podían levantar un expediente por incitar a la confusión masiva y otro por traición a las tradiciones revolucionarias milenarias chinas. Que, además, dónde andaban las cuentas, los balances, las columnas del debe y del haber. Y a nosotros la verdad que las cuentas no se nos dan.

En plena fuga, nos llevamos con nosotros un par de gatos y cuatro perros callejeros que teníamos en la cocina –eran excelentes pinches, no vayan a creer que los usábamos para fines inconfesables-, y así, deambulamos durante días, exhaustos y maltrechos, con nuestros animalitos a cuestas. Entonces –¡ay, que brutos!- nos acordamos que existen los centros de conexiones y acudimos al teléfono. Desesperados pedimos consejo a nuestros padrinos protectores, quienes respondieron desde un baño público de Beijing con su tono siempre al más puro estilo del I-Ching: “Como la lluvia llena y se amolda, pronto los hermanos acudirán al llamado. No nos busquen, nosotros los encontraremos”.

Maldormimos varias noches a la intemperie, abrazados a nuestros perros y gatos. Conocimos el olvido y el abandono de nuestros padrinos bajo un puente, lejos del maravilloso mundo de los blogs venezolanos. El mundo se había vuelto un sitio demasiado extraño y, por lo visto, sólo ellos nos quedaban.

Afortunadamente los amigos y las almas caritativas -que se manifiestan cuando menos lo esperamos- se fueron apiadando de nosotros. Y con el paso de los días se nos fueron uniendo al grupo unas ranitas donadas por Armando José Sequera, una pequeña jauría de flemáticas bestias inglesas que tenía por allí Eloi Yagüe, coyotes y cuervos que se sacó de la manga Enrique Enriquez, algún cuerpo sin sombra, rialengo cual gato callejero, regalado por José Tomás Angola, cuatro perros –que aunque picaos están bien finos- nos cedió Alejandro Armas, Roberto Echeto se nos apareció con un loro prodigioso que si te muerde te convierte en hombre-loro, Ron Galante contribuyó con una perrita fina (que aunque no es de género canino, perra y fina sí que es), Joaquín Ortega nos dejó trece principios del celuloide nacional que hacen que mutes en grifo narcoléptico, Sergio Márquez tuvo a bien traernos algunos vestiglos con sabrosas ideas para torturar, Humberto Valdivieso nos regaló unas mariposas del desierto del fin del mundo, el Fósforo Sequera nos trajo tres monstruos de la música, Pedro Uzcanga nos donó un cachalote caribeño, y nada más y nada menos que el maestro Israel Centeno nos dejó un lobo solitario y su conferencia sobre el exilio (porque exiliados estábamos y estamos todos). Por nuestra parte, metimos al corral un cocodrilo que flotaba en el Guaire y algunos seres informes de nuestro futuro, animales mutantes y farmacológicos...

Llegó un punto en el que nos preguntamos: ¿Qué hacemos ahora con este animalero? La respuesta surgió como caída del cielo: “Monten un zoológico y esperen por instrucciones”. Así ordenaron los hermanos Chang en el medio de un callejón mugriento, trajeados de negro y con lentes oscuros. Nos entregaron un portafolio con el dinero y los papeles justos para levantar el nuevo negocio. Antes de que nos diera tiempo de agradecer o hacer más preguntas se esfumaron a toda velocidad reptando por las paredes y saltando techos igualito a los personajes de Hero de Zhang Yimou.

Bienvenidos, pues, al Zoológico de los hermanos Chang, el único en el que las bestias peligrosas andan sueltas, y en el que no importa con qué se alimente a los animales. Es más: mientras más raro sea lo que coman, mejor.

Fedosy Santaella y José Urriola
Guardianes del Zoológico (y testaferros, claro está)

martes, abril 25

Tres pequeños relatos ingleses

ELOI YAGÜE


Pequeño relato inglés (I)
A las cinco en punto sonó un disparo en la mansión. El mayordomo entró al estudio con el servicio de té y un tiro en la frente. Mientras exhalaba una bocanada de humo de mi pipa de espuma de mar consideré conveniente borrarlo de mi lista de sospechosos.

Pequeño relato inglés (II)
Tras toda una vida soportando humillaciones tuve un único acto de rebeldía: esperé a que mi lord saliera de sus aposentos con su atuendo de caza y le disparé dos tiros con su propia escopeta, la misma que usaba para abatir zorros. Luego fui a entregarme a la comisaría del condado. El alguacil, tras escuchar mi declaración, apenas sonrió y me dijo que un mayordomo con tantos años de servicio a la aristocrática familia, sería incapaz de cometer un crimen como el que describía y que lo mejor que podía hacer era irme de inmediato a la taberna a trasegar una buena pinta de cerveza. En lugar de eso me fui a casa y preparé un té: soy algo delicado del estómago y nunca he soportado la cerveza.

Pequeño relato inglés (III)
Lord Lingdom supo que algo raro pasaba cuando el reloj del salón dio las cinco y James no apareció con el servicio de té. Fue a la sala de armas y cargó una escopeta de doble caño que nunca había usado, pues detestaba cazar, así como todos los deportes violentos. "Dos disparos serán suficientes", pensó mientras introducía los cartuchos. Luego, sigilosamente, subió las escaleras hasta sus aposentos. Sólo el péndulo del reloj se escuchaba en la enorme mansión. Lord Lingdom se detuvo frente a la puerta del aposento, la abrió suavemente con la mano izquierda y quedó paralizado por el espectáculo.

—¡Oh, James! —exclamó—. No te creía capaz de semejante asquerosidad. Ya nunca más me traicionarás, pequeño bastardo.

Acto seguido, disparó un tiro sobre la humanidad del negro mayordomo, que murió recordando la visión del Caribe desde las montañas de Kingston.

De inmediato lord Lingdom se metió el cañón, aún humeante, en la boca y se disparó, dejando tras de sí un reguero de sesos estampado en la pared como un novedoso diseño de papel tapiz. La condesa salió del aposento desnuda y gritando (se notaba que era de temperamento latino), llegó corriendo a la caballeriza y se montó a pelo sobre el primer caballo que encontró, sin duda el más veloz de la cuadra, y galoparon sin tregua por la comarca, dando inicio así a una popular leyenda británica.

(Del libro Balasombra)

El folleto que nunca se publicó

ARMANDO JOSÉ SEQUERA



En cierta ocasión, George Gallup, el experto estadounidens en encuestas, refirió un caso ocurrido en su país que, según apuntó, demostraba contundentemente la poca atención que la gente presta a las cosas que se le dicen y cuán inexactamente se lee lo que se escribe.

El hecho descrito por Gallup parece inverosímil, pero es angustiosamente real. Ocurrió a comienzos de los años cuarenta del pasado siglo XX y tuvo como protagonistas a un congresista, del cual él no ofreció el nombre, y al Departamento de Agricultura de los Estados Unidos; en particular, a su sección de publicaciones.


LA VIDA AMOROSA DE LA IRONÍA

Según contó Gallup, el aludido congresista criticó al Departamento de Agricultura de su país por la forma como utilizaba el dinero de los contribuyentes. En su discurso de censura, el congresista señaló que en dicho departamento se gastaba "con prodigalidad y descuido" el presupuesto que se le asignaba y, para probarlo, se refirió a las publicaciones que allí se editaban.

-Véase por ejemplo –fueron sus palabras-, la clase de publicaciones que hace el departamento, centenares de folletos sobre asuntos en los que nadie tiene el más ligero interés: Las oportunidades para la recreación que ofrece la presa de Denison, Los lobos del monto McKinley, La ecología del coyote. Sobre todas las cosas de la naturaleza ha publicado un folleto, salvo, quizá, sobre la vida amorosa de las ranas.

Varios días después de haberse producido esta crítica, la sección de publicaciones del Departamento de Agricultura de los Estados Unidos recibió cartas de seis congresistas solicitando que se les enviara un ejemplar del folleto La vida sexual de las ranas.

A cada solicitante se le respondió que tal folleto no existía y que por ese motivo no era posible enviárselo. Pero en los días siguientes ya no sólo lo solicitaron congresistas, sino también personas e instituciones allegadas al propio Departamento de Agricultura.

Fueron tantas las peticiones del mencionado folleto, que la sección de publicaciones del departamento emitió una circular en la que concluía tajantemente: "No hemos impreso ningún folleto que se llame La vida amorosa de las ranas".

El resultado fue el opuesto al que se esperaba, pues los pedidos, en vez de cesar, se triplicaron.

En vista de ello y para ponerle remedio a la ya enojosa situación, los directivos del Departamento de Agricultura enviaron un boletín a varios periódicos, señalando terminantemente que jamás se había impreso ningún folleto sobre la vida amorosa de las ranas y que no querían que se le volviese a importunar con ello.

Nuevamente, el resultado fue el contrario al esperado.

Tan pronto la información de que el Departamento de Agricultura no había publicado el tal folleto apareció en la prensa, las solicitudes empezaron a llegar diariamente por centenares.

En vista de esto, el secretario de Agricultura del país, en persona, decidió ponerle fin al problema.


¡NO, NO, NO, NO, Y NO!

Resuelto a ello, aprovechó una entrevista que concedió a un programa de radio que se escuchaba de costa a costa para negar, enfáticamente, que el Departamento de Agricultura hubiese editado alguna vez un folleto sobre la vida amorosa de las ranas.

Según puntualizó e incluso repitió varias veces a lo largo de la entrevista, no existía en Estados Unids ni en otro país del mundo ningún escrito sobre el tema y, de existir, hizo saber que el Departamento de Agricultura no lo publicaría.

Pidió además a los oyentes que se abstuvieran de escribir pidiendo el referido folleto, no sólo para que no perdieran su tiempo, sino para que no se lo hicieran perder al personal de las sección de publicaciones del Departamento de Agricultura.

Pero por tercera vez quedó demostrado que la gente presta poca atención a lo que se le dice, pues en los días siguientes a la entrevista de radio, los pedidos del folleto La vida amorosa de las ranas se volvieron a multiplicar. Mas ahora, en lugar de recibirse cientos de pedidos diarios, el número pasó de mil cada veinticuatro horas.

La única manera de detener aquello fue evitar cualquier otra referencia al folleto que nunca existió.

Sólo así, al cabo de varias semanas, los empleados de la sección de publicaciones de Departamento de Agricultura dejaron de recibir solicitudes de envío de que , asombrosamente, pudo ser el mayor best seller de la biología científica estadounidense.

(Del libro Funeral para una mosca)

París no se acaba nunca y Sefarad: un viaje vertical hacia el exilio

ISRAEL CENTENO



A mi hija Mariana, en la puerta

Cuando cayó la noche en pleno día de Barcelona, en el momento en el que Federico Mayol, empapado y con el estupor de quienes comprenden que han sido despojados de su lugar en el mundo, y al borde de un abismo o de la desesperación, le plantaba el rostro a la catástrofe instalada en él desde que su mujer le dijera, mientras pelaba guisantes y sin inmutarse, márchate, Federico. Déjame sola, quiero saber quién soy, lo necesito; yo aún no me había levantado de mi cama luego de un sueño intranquilo convertido en un escritor agobiado por la esterilidad y la inminencia de este evento literario que me compromete. Cuánto significado puede haber en ello, cuánta posibilidad de fracaso, de defraudarme defraudando a las personas que creen asistir a una cita y por eso caigo en cuenta de nuevo, de que debo organizar sin demora (se acabaron los plazos), unos apuntes que habré de convertir en la conferencia prometida sobre los desplazamientos, el viaje y los exilios.

Una cucaracha, un escarabajo o un hombre confundido por sus inseguridades, con la certeza de que ha de ser aplastado por la mirada de cuantos insistirán en encontrar un sentido coherente entre el título que los convoca a una conferencia y la conferencia que terminan escuchando. Luego de un sueño intranquilo la cucaracha o el escritor extiende la mano en busca de una taza de café, café que ha desaparecido de las estanterías del país que antes de ser reblandecido por el petróleo mantuvo al bochinche, a sus caudillos y a sus montoneras sólo con el modesto cultivo de los cafetales; él o yo, ambos, continuamos conmovidos y presagiosos, con las notas colgadas en la memoria, y sólo podemos beber té; té en una mañana del trópico. Un buen nombre para una conferencia y entonces, sin complejos, tomar las palabras y hacerlas decir lo que deben, o sea que para una cucaracha, un escritor o un hombre del Caribe, tomar agua caliente y té al levantarse es causa sobrecogimiento; al menos le indica que debe andar con cuidado, que algo malo en el mundo está pasando; cae el manto de la superstición sobre la primera mirada de la mañana y las notas que ha guindado en la memoria: el gafe, la pava, la mala suerte que ronda; es el momento en que te das cuenta de que estás empapado por la lluvia con tus paisajes sobre las aceras de la ciudad, que la noche cae en pleno día y que no existes. Ha comenzado el viaje, el hundimiento imperceptible. Mi viaje o el viaje de Federico Mayol. Hemos leído una idea en muchos autores que ahora parece persistir, una idea que se niega a entender mi mujer: todos los hombres somos un solo hombre; por ejemplo, Borges cuenta que cuando muere un hombre mueren todos los hombres, y John Dohne habla del redoble de las campanas. Mi mujer reitera, es insistente, que cuando muere un hombre sólo muere un hombre, quizás algunos otros, pero no todos los hombres. Sin embargo, es mi deber en esta reflexión, pensar que las campanas también redoblan por mi. Una idea preborgesiana, una idea renacentista quizá, isabelina tal vez; nadie es una isla en si mismo, se repite la frase, se hace un tópico, pero yo la compro; asumo que aquella mañana posterior a la tarde cuando le cayó la noche en Barcelona a Mayol, en la que me faltó el café o se vino abajo mi paisaje, yo era uno con el viejo catalán e iniciaba un viaje incierto hacia las profundidades de la Atlántida.

Un problema que se nos suele presentar y que a muchos les consume la vida, es el de la coherencia. Imagino que debo ser coherente con el llamado que he hecho a la hora de escribir estas líneas. Un viaje vertical hacia el exilio. En verdad es un asunto que no da para equívocos, pero que sin embargo es impreciso y puede tener sus matices; desde el momento en que ordeno sobre el papel la palabra exilio asumo que ésta pudiera llevarme por sus caminos: todos los caminos del exilio tienen espejos empotrados en el paisaje. En su momento la idea se me antojaba genial. Desentrañar los registros del desplazamiento que le son propios a unos libros de dos novelistas españoles y que llegaron a mis manos en momentos en que me sentí invitado, en algunas ocasiones, y en otras, obligado a desplazarme, a diluirme o a desaparecer. Cómo no sentirme Federico Mayol. Cómo no resentir sus propios resentimientos.

Muchos son los caminos que conducen a Roma, otros tantos al exilio. Un día vas al consultorio médico a hacerte un examen de rutina y recibes la noticia de que ya no estás sano y que te has comenzado a morir, que aquella fatiga no era el exceso de peso o la mala alimentación, el hábito de fumarte una o dos cajas de cigarrillos al día. No importa lo que hagas, ya no estás ni volverás a estar sano. No importa lo que hagas, no volverás a tu condición anterior. Has sido excluido y comienzas a sentirte sin el café de la mañana en un país donde debería llover café; y aunque vuelvas a tomar café cada mañana, o funcione algún tipo de terapia ya te has apartado de los otros, te has desplazado y eres distinto.

Y si un día apareces en una lista, si alguien te ha nombrado y comprendes que en cualquier momento pueden notificarte que has perdido el trabajo, que estás fuera del sistema de salud, que te pueden venir a buscar “…que tal vez tu nombre ya figura en una lista mecanografiada de muertos y de presos futuros, de sospechosos, de traidores. …” entonces sientes un gran agobio y te rebasa la historia y sabes que has comenzado un viaje vertical hacia alguna parte donde te subsumirás aún cuando nunca toquen a tu puerta y sólo te dejen esperando la consumación del destino de aquellos que ya no son iguales, de aquellos que no pertenecen a un pueblo o a una nación, a una ideología o una raza o a la estirpe humana. Ya no eres y tienes que colgar en tu solapa un signo que te diferencie y te desaparezca. Igual que al pobre Federico Mayol, la persona con la que has vivido gran parte de tu existencia te dice, ya no te quiero en la vida y recurres, igual que Federico Mayol, a unos versos de Virgilio Piñeira que murmuras en oración:

“en otro tiempo yo vivía adánicamente ¿Quién trajo la metamorfosis?”

Y también llega el momento en el que algo te retrae y te repliegas, te desplazas hacia adentro y decides dejarte ganar por la paranoia, la apatía o los nervios, tus amigos no se explican porqué sin motivo aparente, en el momento de la gloria, o en la apoteosis de tu vida te pones a recordar cuando eras pobre y feliz en París, una ciudad que no se acaba nunca.

Cuenta Vila Matas, o el escritor que pretende ser en sus años de aprendizaje, o el escritor que redacta una conferencia que habrá de dictar durante tres días en París, que Margueritte Duras, en su vejez, recibió la visita de alguien, y que “ella había dicho que no le conocía, que no se acordaba de él, que había vuelto al estado salvaje de la infancia y que ya no se acordaba de nadie, sólo recordaba a Saigón”. En alguna parte, no sé dónde, he leído que todo el mundo procura regresar al lugar donde alguna vez fue feliz. Y también he escuchado que no hay retornos posibles.

Desde el momento en el que somos expulsados desde el vientre materno para integrarnos al mundo, el exilio cobra la textura de la ironía. Igual sucedió cuando el hombre fue expulsado del paraíso. No hay vueltas hacia el vientre materno e imagino que no debe existir un camino de regreso al Edén. El hombre, conciente de su mortalidad, comprende que debe aprender a desplazarse, a entrar y a salir, a incluirse o excluirse, a ser incluido o a ser excluido de todos los espacios que pise.

En un momento se me ocurrió que sería meritorio intervenir la novela Sefarad de Antonio Muñoz Molina, a París no se acaba nunca y El viaje vertical de Enrique Vila Matas y comenzar a establecer analogías, correlatos y referencias comunes; vertebrar un discurso coherente y abocar mis disquisiciones, a pesar de los presagios que germinan desde la carestía del café en Caracas, en torno al tema del viaje y del exilio, de las desapariciones y desplazamientos. Apenas hube metabolizado la empresa casi me dejo ganar por la desesperación con la que, en su momento, se invistió el joven catalán que fue a hacer su aprendizaje de escritor a París; todo se oscureció; las primeras tareas de arqueo investigativo, como suele llamarlas la academia, me llevaron a conclusiones, que como todas conclusiones, se mostraban obvias; el joven aprendiz de escritor que se va a París a vivir la bohemia y a imponerse la intensidad del rigor para producir su primer libro, una tarde o una mañana, se encuentra con una de las tantas verdades con las que se suele encontrar un aprendiz de algo, incluso un aprendiz de escritor que se lee un fragmento de la Molloy de Beckett en uno de los puestos de ventas de libros del Sena: “no inventamos nada, creemos inventar, cuando en realidad nos limitamos a balbucear la lección, los restos de unos deberes escolares aprendidos y olvidados, la vida sin lágrimas, tal como la lloramos. Y a la mierda.”

“Todo está inventado”, me dije. Y así se dijo y de tal manera, el joven aprendiz.

Ahora no soy tan joven y en nada o en poco me le parezco a aquel aprendiz de la novela de Vila Matas, si bien soy fiel al principio de que todos los hombres son uno; y por lo tanto, también soy yo el aprendiz, aunque no joven, como hace treinta años cuando hice un viaje a Londres, tan banal y trágico como el que se lee en París no se acaba nunca, en el que no encontré a Beckett pero sí a Pierre Menard en una biblioteca pública de Brixton. Las conclusiones fueron las mismas de aquel neófito, pero como la memoria es una imagen del ultimo recuerdo de lo acontecido en algún momento de la vida, he perdido algunas cosas porque he perdido algunas imágenes y por eso creí en la pertinencia del tema y del propósito del trabajo que me impuse al escribir estos párrafos. Pero si ya todo se ha dicho sobre la metaliteratura, sobre el autor que se convierte en personaje o sobre la vida de ficción que viven los autores, sobre su intromisión en las mentiras que elaboran, sobre el cuentero que se vuelve parte del cuento. ¿Qué puedo agregar yo sino otro cuento de lo que se ha contado? La vida es cuento y los cuentos cuentos son. No se iría un palmo de tierra más allá en el conocimiento de las obras de Muñoz Molina o Vila Matas si reiteramos junto a las separatas adocenadas, que la virtud de estas obras descansa en la imposibilidad que tiene el lector en determinar cuándo lo autores cuentan sus realidades y sus vidas o cuándo cuentan las vidas y las realidades que se inventan, cuándo se entrecruzan, cuándo son fieles a una biografía de mérito, si es que esta existe o cuándo se atienen a la verdad histórica. Vaya palabra. Perdamos el respeto y atrevámonos a decir, vaya palabreja.

No se puede andar muy serio por allí, cejijunto y grave, tomando pastillas para prevenir el infarto, tratemos de reírnos un poco, porque no hay café o se nos cae el país a pedazos y es improbable que llegue a un destino porque los puentes se han roto. Y solo es posible que llegue a algún lugar si me río de lo serio que voy siendo en la medida en que me enredo al escribir sobre lo que pretendo escribir sin dejar de ser coherente. ¿Y la coherencia existe? Sí, yo quiero una taza de café y vías que me comuniquen con el mundo así el mundo sea una mierda.

El desplazamiento y el exilio llevan en sí la ironía. Es allí, en la ironía del exilio, donde quisiera tratar de enfocar mi pensamiento mientras escribo las próximas líneas.

Tu esposo ha sido detenido, se lo han llevado sus camaradas. Sabes que debes esperar en el hotel donde el partido aloja a los militantes de la Internacional. Sabes cuándo exactamente ustedes dos comenzaron a ser diferentes, en el instante en que optaron disentir de la línea del partido, fue en ese momento cuando comenzaron a dejar de pertenecer, aunque no era perceptible para los otros, te supiste junto a tu marido embarcada en vagones similares, ajena al universo que habías compartido con todos los parias de la tierra, quedaste fuera de las barricadas donde entonaste alguna vez la Internacional. Allí estaba la reprobación o el señalamiento de la impostura, bastó con que ustedes hicieran una pequeña acotación en Moscú, que señalaran que Adolf Hitler era el enemigo a derrotar y no la socialdemocracia¸ entonces se escuchó el consejo de Josef Stalin, un consejo socarrón y cínico tal como el que se permite un padre autoritario con sus hijos: “¿No cree usted que si los nacionalsocialistas se hacen con el poder en Alemania estarán tan ocupados con el mundo occidental que aquí nosotros podremos edificar tranquilamente el socialismo?”. La sentencia estaba dictada, el cumplimiento era una cuestión de tiempo. Al menos Heinz Neumann, fue declarado enemigo del pueblo, y recibió un tiro, probablemente en la nuca, de parte de sus camaradas. Pero tú eras sólo la esposa del enemigo del pueblo, te hicieron esperar; te deportaron primero a Siberia y luego, los compañeritos, haciendo honor al tratado Molotov-Ribbentrop te entregaron a tus enemigos y fuiste a dar con tus huesos a Ravensbrück, (evidentemente los nazis no eran el enemigo principal) donde conociste a la periodista Milena Jesenskà, la amante del escritor individualista burgués, Franz Kafka. Más tarde escribirías las memorias de Milena. Tú serás la memoria de Milena, la memoria de todos los condenados de los goulags y de los campos de concentración. Margarette Büber Neumann sobrevivió, y pasó el resto de su vida tratando de convencer de sus historias y de sus horrores a muchos intelectuales que desviaban la mirada hacia un punto muerto en el paisaje.

El horror también tiene su aplomado irónico.

De nuevo estoy discurriendo sobre lo que se ha dicho de manera morbosa al mostrarme reiterativo, el morbo tiene lo suyo y no voy a serle inconsecuente: reitero que desde los tiempos de Milán Kundera nos encontramos con autores que se desdoblan y cobran la levedad necesaria, la condición ectoplasmática que los convierte en sombras fantasmales y poseen con sus obsesiones y desvaríos la conciencia de los personajes de las obras que escriben. Así hace Antonio Muñoz Molina. Así hace Enrique Vila Matas. Así hizo Roberto Bolaño. Así hace Javier Marías. Así hizo el venezolano Enrique Bernardo Núñez. Es una constante de la narrativa moderna, desde El Quijote a esta parte. Cervantes se sale de sí, cobra levedad; focaliza la conciencia narrativa en un autor anónimo o en El cide Hameti Benengueli, los habita definiendo los planos de la ficción. Entra y sale de su novela. A muchos nos gustaría escribir novelas modernas como las que escribió Don Miguel de Cervantes Saavedra.

Y por ello París no se acaba nunca y se explica en aquel escenario donde el aprendiz conjuga la euforia con su intensidad autoimpuesta, el desasosiego y la desesperación, y yo exclamo junto a él “si de verdad fuera escritor, sería absolutamente moderno.” Tal cómo exclamé alguna vez, hace treinta años, en Marylebone en Londres, sin tener conciencia cierta de lo que decía, lo solté en Trafalgar Square frente al Almirante Nelson -así como treinta años más tarde, para sacarme de un estupor creativo, me sugiriera hacerlo Roberto Echeto-, o como lo grité en las calles de Whitechapel tras las huellas de Jack The Ripper, lo dije frente al lobo del zoológico de Regent Park, sin importarme que antes de mi lo hubiese dicho Bram Stoker, recibiendo la primera luz invernal de mi vida, de aquella vida que ya no vivo; apropiándome del frívolo sentido de trascendencia de la juventud que no me es: Así lo dijo el joven aprendiz de París no se Acaba nunca, y no dejo de sentir ternura, y concluyo que todo ha sido un invento, porque los recuerdos no existen o son simples imágenes de un autor catalán que ha escrito un libro donde larga al exilio por dos años a su personaje, probablemente al joven Vila Matas, para que nos recuerde que deseamos ser absolutamente modernos o que la ironía también puede hacernos tiernos cuando ya somos unos hombres ganados por la madurez o el descreimiento.

Creo haber malinterpretado una lectura, donde leí que después de Auschwitz no se podía hacer poesía. Vila Matas ha dicho por ahí que sin la ironía dejaba de existir la palabra. En párrafos anteriores me empeñé en afirmar que El exilio y los desplazamientos llevaban consigo a la ironía, así las historias de Auschwitz, o de hombres como Willie Münzenberg, un publicista del Kremlin que de haber nacido en los Estados Unidos, según cuenta Muñoz Molina, le hubiera disputado los espacios a Henry Ford. Un hombre de la clase obrera alemana que con agallas; con mucha ambición y espíritu emprendedor le armó a Stalin el tinglado de sus festivales internacionales por la paz y la justicia de los pueblos, un hombre de rotativas, un excelente relacionista público de la revolución bolchevique. “Münzenberg comprendió antes que nadie que la revolución mundial no llegaría enseguida, si es que llegaba alguna vez y que el comunismo sólo podría difundirse en Occidente de una manera oblicua y gradual, no con la propaganda chillona, ruda y monótona que complacía a los soviéticos, sino a través de causas en apariencia desinteresadas y apolíticas, gracias a la complicidad, en gran parte involuntaria, de algunos intelectuales de mucho prestigio, celebridades independientes y de buena voluntad que firmaran manifiestos a favor de la Paz, de la cultura, de la concordia de los pueblos… inventó el halago político a los intelectuales acomodados, la manipulación adecuada de su egolatría, de su poco interés por el mundo real… atraer a la causa de la Unión Soviética a un premio Nóbel de literatura o a una actriz de Hollywood, era un golpe maestro de publicidad”. Willie Münzenberg construyó el club de los intelectuales tontos. Pero un buen día Willie Münzenberg luego de un sueño intranquilo despertó fuera, un pequeño desplazamiento, unas pocas miradas esquivas, todo imperceptible; vino la primera llamada de Moscú, los primeros saludos no contestados, los gestos elusivos de los amigos, finalmente la expulsión del partido; se le abre un proceso, es acusado de traidor, nadie lo defiende, nadie se da por enterado”; Willie Münzenberg era un hombre de coraje, no se rindió, trató de darle vuelta a la adversidad. En 1940 los tanques alemanes avanzaban sobre Francia y él huía de París junto a tres compañeros. Su cuerpo fue encontrado colgando de una rama en un bosque. Sus camaradas, los que le habían prometido una ruta de escape, cumplían un mandato secreto de Stalin, ambos lo sometieron, lo amarraron y le dieron muerte. Nadie se dio por enterado, ni un solo simpatizante de las causas antifascistas, promotores de las libertades y la justicia de los pueblos.

El desplazamiento y el exilio forman parte de la conciencia del hombre. Sentencié, como si fuera un doctor de una iglesia o de una academia, que no hay manera de volver de nuevo al vientre materno o un camino de regreso al Edén. Nos integramos a la vida porque hemos sido expulsados de la felicidad. Al menos esa sensación tenemos cuando plegamos nuestras piernas contra el pecho, nos abrazamos a ellas, buscando en la posición algo de sosiego, no importa qué tan viejos estemos, a veces nos ovillamos, o nos mecemos para no gritar. Somos concientes de que debemos aprender a desplazarnos por la infancia de la que seremos expulsados, por la adolescencia de la que seremos excluidos, por la madurez que tocará su final y por la vejez en la que nos cerraremos sobre nosotros mismos, y que finalmente abandonaremos la vida, dejaremos de ser y que a pesar de haber cumplido todo el itinerario, no se cumplirá en nosotros el ciclo del agua o del carbono. A pesar de lo mucho que se ha discutido, y de lo que se rebate o se pretende sustentar, nadie sabe dónde migrará cuando muera. O sí, hay una certeza: los muertos se desplazan a la memoria. Reconozco que es una visión burda y desesperanzadora aceptar que los amigos un día dejan de serlo o que la universidad termina, que los parientes se alejan y que los amores son volubles; que si alguien te dice que te amará para siempre estará anticipándose al siempre y habrá comenzado a dejar de amarte. Creo haber leído que la eternidad solo es posible en el segundo y que la vida corre como los fotoramas de una película; quizá por eso nos refugiamos en las imágenes del recuerdo que hará eterna aquella promesa de amor ausente, el cálido beso que dimos o recibimos, o un atardecer glorioso y vívido en Hamtead Hill cuando la juventud nos colmaba con su fatua perennidad.

Lo que acaece o deja de acaecer, los eventos afortunados o desafortunados sólo se reivindican a través del ejercicio pertinaz y conciente de la memoria. La memoria es mucho más importante que la vida; aun así, también somos exiliados de los recuerdos. La gente a veces es confundida, es obligada a olvidar. Quizá por ello unos de los personajes de Sefarad, uno de los tantos que pueblan la novela, el teniente de la División Azul que rememora el sitio de Leningrado dice lo siguiente: “ me parece que los veo a todos uno por uno, que se me quedan mirando como aquel judío de las gafas de pinza y me hablan, me dicen que si yo estoy vivo tengo la obligación de hablar por ellos, tengo que contar lo que les hicieron, no puedo quedarme sin hacer nada y dejar que se olviden, y que se pierda lo poco que va quedando de ellos. No quedará nada cuando se haya extinguido mi generación, nadie que se acuerde, a no ser que alguno de vosotros repitáis lo que os hemos contado.”

La vida nos ocupa como aquel ente impreciso y acuoso que tomó la casa del cuento de Julio Cortázar; vamos abandonando lugares y cerrando habitaciones a las que no volveremos nunca, sellando y partiendo hasta quedarnos fuera, con las llaves en las manos y una última decisión, lanzar el manojo al fondo de una alcantarilla para que nadie lo halle y cometa la insensatez de tratar de retomar lo perdido. No se vuelve a la inocencia original donde todo fue nuestro, donde todo fue eterno. Sólo se retorna en el recuerdo.

Desplazados nos desplazaremos siempre. Siento necesidad de tomar mi café, me escucho pesimista cuando no encuentro café en las estanterías de los abastos, es una costumbre burguesa que practican absolutamente todos los venezolanos; tomar café, colar el guarapo al levantarse, compartir una taza en la panadería mientras se habla paja aun cuando te hayan convertido en un fantasma o no existas. Es probable que esté escribiendo impertinencias, no cambiaré lo escrito porque las expresiones son fatalidades; pero advierto que mi estado de ánimo es correoso al momento en que trabajo en estas páginas, porque el aeropuerto por donde he de salir para compartir mis divagaciones sobre el exilio con ustedes me queda más lejos que Londres, que París y que la China. Y los puentes se derrumban. Y las desgracias no escampan. Un fantasma recorre mi país, el fantasma de los caudillos y las montoneras del siglo XIX. Y yo estoy en una lista. Mi nombre ha sido escrito, tipeado, delatado y expuesto a la consideración del pueblo.

En este momento debería preguntarme si no debo asumir mi circunstancia como algo natural, con resignación, pues de eso he estado escribiendo y se corresponde con las tesis que he sostenido desde hace un buen rato. Perdón, me tengo que dar el cambio, responderme a mí y responderles a ustedes. No hay fractura en mi discurso, sólo debo establecer un relato diferencial entre los distintos tipos de desplazamientos. ¿Es que acaso se catalogan los desplazamientos? La gente se desplaza y se mueve por el mundo, los afectos y desafectos, como los personajes dentro de una novela o un cuento. Nadie retorna al vientre materno ni regresa al Edén. Si un día dejas de ser saludable nunca más volverás a dejar de estar enfermo aun cuando recobres la salud. Haberse ido es haber dejado de estar, es salir, y si sales no vuelves, porque toda salida cambia a quien sale, como todo viaje transforma al viajante.

En Paris no se acaba nunca un joven que sabe muy poco de la vida, que no sabe nada, un joven gris como lo llama su madre, se desplaza a una ciudad que ha mitificado, va tras las huellas de Ernest Hemingway confiado de que sólo eso le bastará para convertirse en un gran escritor; el joven se reconoce aprendiz y se pone en un principio bajo la tutela de una fauna diversa del Café de Flore y de Margaritte Duras, ella será su casera, ella le pone un sucinto decálogo sobre el arte de novelar en una hoja de papel, vivirá en la casa de ella sin pagar la renta. Mayol, el héroe de El Viaje Vertical, tiene un sueño recurrente: sueña que ha vivido por mucho tiempo en un hotel donde no paga la renta. El joven aprendiz que hace su vida bohemia entre el Café de Flore y la casa de la Durás, es reivindicado por la memoria de su autor que prepara un ensayo sobre la ironía, y llegará a nosotros, con sus aspavientos y pretensiones; alborotará la memoria de toda una ciudad que no se termina de acabar; los diferentes planos ficcionales que encontramos en la lectura, son los entramados diversos de la memoria de alguien que escribe un ensayo sobre la ironía o se integra al café Flore del cual será expulsado dos años más tarde por las circunstancias y por sí mismo. Ambos, el ensayista y el joven aprendiz se instalan, a través del libro, del ensayo, del rescate de Paris cuando era una fiesta, o sencillamente era un lugar donde la gente va a ser pobre y feliz, en el recuerdo de al menos una o dos generaciones, e instalan junto a ellos a Jorge Luis Borges, a Roland Barthes, a Severo Sarduy, a Julio Ribeiro, a Paloma Picasso, o al travesti Vicky Vaporú; a toda la gente que hubo habitado París, antes y durante la iniciación del desplazado que indaga en la memoria de la ciudad mientras es inquirido por quien lo convierte en literatura. ¿De esto se trata de metaliteratura? Vaya usted a saber. Yo no lo sé.

Federico Mayol en El Viaje Vertical, el día que celebra sus bodas de oro debe salir a toda prisa de la vida de su mujer, y termina siendo expulsado de la vida de sus hijos, de la tertulia del bar donde se reúnen sus amigos y finalmente debe abandonar su ciudad. El viejo nacionalista catalán en el exilio, se plantea en principio el retorno, pero a medida que se desplaza en su descenso vertical, entiende que se ha convertido en un personaje cervantino que ha de buscar la Atlántida para cumplir su hundimiento como un último acto de redención. ¿Pero la tragedia de Mayol, su desplazamiento, realmente comenzó el día que su mujer le dijo mientras pelaba guisantes que lo quería fuera de su vida? Dejemos que sea el mismo Federico Mayol, o el narrador de la caída de Mayol quien nos responda: “…no había sido más que una reencarnación de un antiguo ángel de la muerte, de ese ángel de la muerte de la guerra civil que un día malogró sus estudios; al igual que esa guerra de infausta memoria, el ángel de la muerte había intentado repetir la siniestra jugada, en esta ocasión apartándole de su imaginaria pero sólida madurez tardía.”

Tanto Mayol como el joven aprendiz fueron desplazados; uno, el aprendiz, fue desalojado por un sueño, por una incipiente obsesión, por sus futuras pesadillas; dejó a sus padres y a la ciudad y fue al frente donde libraría algunas ridículas contiendas que lo llevarían a ganar de forma heroica el punto y final de su primera novela. El otro, Mayol, es expulsado por el ángel de la muerte, el que malogró sus estudios y torció el destino de su vida, lo puso donde no era, o donde debería estar, años más tarde, el día en que su mujer luego de vivir cincuenta años a su lado, le pide que se marche, que comience su hundimiento, que la deje hundir a ella sola, que se hundan ambos pero extrañados el uno del otro. En los dos casos, aun en los momentos trágicos y de máxima desesperación no se pierde la dignidad, la ironía los sostiene y le da un final digno a sus historias; no le sucede lo mismo a Willi Münzenberg, el publicista de la revolución soviética, quien alguna vez llegó a tocar las sandalias de los dioses en el panteón del proletariado. Se sintió imprescindible e inmortal; nunca le pasó por la cabeza que siempre estuvo anotado en la lista, junto al día, la hora y la fecha de su caída. Allí la ironía es implacable como lo es en los casos de todos aquellos que una mañana se levantan y se encuentran con un proceso interpuesto y deben esperar ante la sala de la ley para que se les atienda o se les dé una respuesta.

Cuando El Estado, El Partido, La Nación, El Credo, tu pueblo, el barrio, la pandilla o el club te expulsan lo hacen sabiendo que deben despojarte de la dignidad humana. Nadie se confabuló para expulsarte del vientre materno. Igual sucede cuando te desplazas desde los territorios de la infancia hasta los de la vejez, o cuando abandonas un afecto o el afecto te abandona ti. Pero cuando el poder te aparta, se confabula para restarte humanidad, para quitarte el don de gentes, el orgullo, el coraje y el nombre; todo valor humano; su propósito es dejarte en la nada, que es justo el lugar en el que puedes ser suprimido, exterminado, desaparecido sin que se produzca el más leve sobresalto. Por paradójico que resulte, el poder te expulsa al nihil. En el descampado de la nada es donde ejecutan al personaje de El proceso de Kafka; el descampado de la nada es el no lugar donde te conduce el poder cuando ha de suprimir tu vida. Supongo que es en ese instante cuando el despojado reza aquella oración que fue escrita por Ernst Hemingway en Un lugar limpio y bien iluminado y que rescata el autor de París no se acaba nunca: “Padre nada que estás en la nada, nada es tu nombre, tu reino nada, tu serás nada en la nada como en la nada.” Entonces se acaba la ironía; entonces acaba la palabra.

Llegado a este punto muerdo un grano de café, cierro los ojos y trato de darle forma a lo que continúa, a falta de una taza de café, sólo me resta morder un grano tostado, jugar con él, pasearlo entre los dientes.

Recuerdo ahora que hace mucho tiempo estaba fuera de mi país, desesperado, sin propósitos claros, llevaba en el bolsillo del saco un libro de Rafael Cadenas, vagaba por los alrededores de Saint Poul, apenas había calentado mis manos y mis labios con una taza de té, pasaban los días y toda la intensidad del otoño y los agravios del invierno se volcaban sobre aquel muchacho que huía del fracaso, que deseaba convertirse en algo, ser un escritor o un dramaturgo, un cineasta. No lo tenía claro, no me fui a escribir un libro, pero sí me hice de una biblioteca que perdí en las mudanzas de aquel año, se extravió en un barco y probablemente haya terminado en Nueva Zelanda; sin embargo, recuerdo que prefiguré un primer relato mientras dibujaba en la buhardilla algo parecido al cerro que contiene a mi ciudad, sentía nostalgia por el nombre de una mujer vana y pretenciosa, sentía nostalgia por lo que había dejado de ser y de esa forma escribí un cuento que resultó ser infame. En mi viaje de iniciación comencé a soltar algunos lastres, a veces eran tantos que me causaba vértigo, siento que no lo concluí como lo he debido concluir, no conocí el amor, ni los grandes arrebatos pasionales, por eso me reí mucho cuando recibí una carta de una chica presumida que me dijo, espero que estés siguiendo mis pasos, me reí y me llené de rabia.

En aquel momento, igual que Federico Mayol en Madeira, me dormía rezando una oración, era un poema de Rafael Cadenas, un poema que hasta hoy en día me acompaña, un poema que aún, lo sé, tiene que revelarme algo, sólo leeré un fragmento:

“Por mi bien me has relegado a los rincones, me negaste fáciles éxitos, me has quitado las salidas.
Era a mí a quien querías defender no otorgándome brillo
De puro amor por mí has manejado el vacío que tantas noches me ha hecho recordar hablar afiebrado a una ausente.
Por protegerme cediste paso a otro, has hecho que una mujer prefiera a alguien más resuelto, me desplazaste de los oficios suicidas.”


Mientras decía mi oración al fracaso, negaba con la cabeza, yo no quería que alguien se apropiara del fracaso de mi país, que le pusiera su nombre y su apellido, que se creyera el fracaso mesiánico o liberador, yo no quería que nadie hiciera nada por mi bien, ni decidiera mi felicidad, de la misma manera que hoy me niego a ser feliz o igual a otros por imposición de la fatalidad o de un caudillo que por mi bien me ha relegado a los rincones.

Ya estoy más despierto, no así más lúcido, pero pudiera intentar unas frases felices para darle fin a este pequeño acopio de párrafos que pretenden unificar los criterios y retomar la coherencia en caso de que ésta fuese perdida en algún momento, porque debo señalar que vengo de donde el exceso de coherencia podría expulsarte al olvido o ponerte en una lista.

Para concluir diré que todo desplazamiento es natural hasta el momento en que los fines ulteriores del poder humano lo desnaturalizan. Toda pérdida nos desplaza. Toda ganancia también. Nadie dejará nunca de moverse por su vida y por la vida de los demás. Todo lo anterior es cierto, pero también es cierto que debemos preservar la memoria, que tenemos prohibido olvidar, porque hay exilios inaceptables: aquellos que nos quitan humanidad, los que nos conducen a la nada, para suprimirnos a la intemperie, los que se imponen desde el poder, llámese liberación u opresión, los que te hacen rezar a la nada en el no lugar de un descampado.

Instituto Cervantes, Londres. Universidad de Leeds. Maison d'Amerique Latine, París. Universidad de Salamanca. (Enero 2006)

Sin sombra no hay cuerpo

JOSÉ TOMÁS ANGOLA HEREDIA

("Sombra de gato" de Rodolfo Serra)

-Yo tenía un nombre, una vida, un cuerpo- decía la sombra en el muro, -pero aquella mañana la perdí. Sé que es difícil de entender. ¿Perderla así nada más? Sí, la perdí como quien extravía una mano o el ojo derecho. Esa mañana perdí mi sombra.

La forma en la pared se desandaba como un reptil mudando de piel.

- Simplemente pasó. Me levanté. Me cepillé los dientes con la misma mirada soñolienta de siempre. Si acaso me fijé en las ojeras como dos gusanos enroscados y entonces, al girarme hacia la bañera, me di cuenta de que no la tenía. Ella, siempre ahí, atada a mi giro, ahora no estaba. Yo la recordaba como una extensión de mi cuerpo que se metía antes que yo a la regadera. Pero hoy no estaba, simplemente se quedó dormida o ese día no fue a trabajar. A mí aquello realmente no me molestó. A veces no tener sombra puede ser agradable. Sólo eres tú y tu osamenta. Pero nadie puede vivir sin su sombra. Eso lo sé. Tarde o temprano la extrañaría. Y me pasó. Se lo juro que me pasó en el autobús. Me sentí como un lunático. Las personas me abrían paso como a un leproso. Para mí no había hora, vivía un mediodía detenido, sin sombra a un lado. En el ascensor de la oficina fue más grave. Nadie me reconoció. ¡Soy yo... el mismo! Todo fue inútil. Era un perfecto desconocido, sin derecho a nombre, a historia o a saludo. Y me aterroricé. Porque estaba bien que no tuviera sombra, pero no tener vida era otra cosa.

Los cortos pasos de una danza sin música lanzaban a la mancha de un lado a otro del muro.

- Me reporté enfermo y regresé a mi hogar. Acaso haciendo el viaje inverso me tropezaría con mi sombra en alguna esquina, fumándose un cigarrito y esperando bajo el poste eléctrico columpioso. Mas no fue así. En un navegar de pasos sólidos, tacón, acera, tacón, acera, llegué a casa y cerré cortinas y persianas. Sin luz no habría sombra. Eso pensé en mi ignorancia y me tiré a dormir. Quizá mañana ella regresaría y se iría este dolor de cabeza que me atormentaba. Soñé entonces que mis zapatos se habían engullido la sombra. Como unos lobos de gamuza, el par de animales hambrientos la masticaban mientras ella, mansa y muda, se dejaba comer en un holocausto privado. Pero el horror aún no alcanzaba su mayor cota. Me desperté al día siguiente y al tratar de bajar de la cama noté que no tenía torso o piernas que mover, ni siquiera manos para ayudarme. Simplemente no era, aunque ella había vuelto. Sobre la sábana, lánguida y definida, estaba mi sombra como si nunca se hubiese ido. Lo trágico es que era sólo mi sombra y todos saben que una sombra que no sigue a nadie es una tragedia.

La silueta se irguió en el murallón y trató de lucir más digna.

- He caminado todo el día. Más bien reptado por las calles. A nadie parezco importarle. Sólo una mancha que deambula por los resquicios de las paredes. Me he vuelto mi propia sombra. Ya no conmuevo ni causo lástima. Las sombras no hacen eso. Así que sólo puedo esperar en este lugar a que pase algún cuerpo sin sombra para pegarme a él. Y usted amigo, ¿se ha vuelto tras sus pasos? ¿Está seguro de que a usted no le falta su sombra? Yo podría ser la silueta sujeta a los tacones de sus zapatos. Piénselo. Aprovécheme que estoy en oferta. Una sombra barata, sin uso. Una sombra deseosa de historia, de pasado, como su vida. No me deje a la indolencia de esta pared. Hágame la caridad. Adópteme. Soy su sombra… ¿sería usted mi cuerpo?


(Del libro Necrologías mínimas)

Perros picaos en la playa

(Haz click sobre la imagen para agrandarla)



Autor: alejandro armas
Título: perro 1
Técnica: lomografía
Año: 2005


Autor: alejandro armas
Título: perro 2
Técnica: lomografía
Año: 2005


Autor: alejandro armas
Título: perro 3
Técnica: lomografía
Año: 2005


Autor: alejandro armas
Título: perro 4
Técnica: lomografía
Año: 2005

Instrucciones para ser un coyote (primera parte)


ENRIQUE ENRIQUEZ

Ayer me sorprendió escuchar a un cuervo a una cuadra de mi casa, cuando venía de vuelta de recoger a mi hijo Matías del colegio. (En Inglés hay una palabra específica para nombrar al graznido del cuervo: "cawing". Así será de misterioso y particular este animal que el vocablo para definir el habla de las simples aves no le basta).

Ustedes deben saber, porque los va a hacer más interesantes, que contando los graznidos que nos echa un cuervo podemos saber qué mensaje quiere darnos.


Diccionario Cuervo:

- Un graznido significa que hay que confiar en uno mismo. Algo así como "Dale, que no viene carro".

- Dos graznidos significan que el mensaje tiene que ver con cooperación. Hay que buscar ayuda, o darla, dependiendo del problema en cuestión. Sólos, no vamos a ningún lado.

- Tres graznidos significan que el mensaje tiene que ver con creatividad: la solución al problema no viene por el camino esperado, sino hay que pensar en lo que los ejecutivos de Pirelli llaman "soluciones transversales".

- Cuatro graznidos significan que el mensaje tiene que ver con mantener las partes en balance, con conservar la estabilidad a toda costa.

- Cinco graznidos significan que el mensaje tiene que ver con diversidad. Hacen falta más factores, más jugadores en el juego.

- Seis graznidos significan que el mensaje tiene que ver con armonía. Esto es, saber conjugar sin conflicto todas las partes en juego.

- Siete graznidos significan que hay que olvidar el pasado y comenzar a pensar en nuevas aventuras.

- Ocho graznidos significan que hay que dejar de pensar, y poner manos a la obra.

- Nueve graznidos significan que hay completar ciclos. Finiquitar asuntos, concluirlos.


NOTA DEL TRADUCTOR: Diez graznidos, o más, significan que uno debe dejar de apretar al cuervo por el cuello.

(Memorizando esa pequeña lista las amigas lectoras tendrán una manera más interesante de romper el hielo en sus primeras citas que la babosa pregunta aquella de "¿Y qué signo es que eres tú?").

El caso es que este cuervo lanzó sus graznidos desde la cornisa del seminario episcopal que está frente a mi casa, avisándome para que le viese cruzar planeando con las alas y las patas extendidas, como en cámara lenta, hasta irse a posar encima de mi edificio. Visto así, de golpe, me recordó a Lee Majors volando en parapente, y eso me produjo un gran alivio, porque en Nueva York sólo hay un cuervo que se parece a Lee Majors volando en parapente cuando se queda estático en el aire: mi amigo Joe Rohden.

Joe y yo solíamos transformarnos en coyotes para darle una vuelta a Central Park. (Imagino que a ustedes esto dejará de parecerles absurdo si les digo que correr como un coyote, orinando mendigos y ladrando a los vendedores de hotdogs, es mucho más barato que ir a un bar de strippers).

Mi amigo Joe y yo solíamos hacer esto una vez a la semana, no importa cómo estuviese la luna, no se dejen engañar por los clichés de Hollywood. (Con esto lo que en realidad quiero decir, es que "Brokenback Mountain" es un bodrio de película). Digo "solíamos" porque la última vez que esto ocurrió, hace apenas unas semanas, a Joe lo capturó la policía de Nueva York. Yo me salvé porque no entendí la seña que Joe me hacía. Me dijo que nos fuésemos a comer pato, y yo, ni corto ni perezoso, me transformé de nuevo en hombre, me puse mis calzoncillos, y me fui en metro a Chinatown, donde hay un lugarcito estupendo en el que por dos dólares cincuenta a uno le sirven un gato que sabe a pato, acompañado de arroz.

Pero resulta que Joe se refería a los patos que abundan en las lagunas de Central Park, patos que no vienen laqueados, sino con plumas y todo. Yo me fui en la línea roja del metro hasta Canal Street, y Joe se quedó cazando patos en la laguna, hasta que alguna trotadora histérica lo vio, y dio el parte a la policía. (La diferencia fundamental entre una caminadora y una trotadora, es el precio. Las caminadoras cobran por hora. Las trotadoras se quedan con la mitad de tus bienes. A las primeras, la sociedad las llama "prostitutas". A la segundas "señoras". Pruebas de laboratorio demuestran que sus alaridos son idénticos).

"The New York Pacos" se echaron tres días para cazar a Joe. Le metieron un dardo en una nalga al pobrecito, que nunca en su vida había usado drogas. Luego lo metieron en una jaula de aluminio, y así, protegido por la histeria de esa gente horrenda que se hace llamar "defensora de animales" lo mandaron a un parque, a varios kilómetros de aquí. La pobre esposa de Joe estaba desolada. (Por mi último comentario, podría parecer que le tengo ojeriza a los ecologistas. Por lo tanto, me parece prudente aclarar que esto es correcto. Ya es hora de que Baygón saque un producto para acabar con esos bichos).

Muy bien, ¿dónde estaba yo? ¡Ah! sí... a mi amigo Joe se lo llevaron, dopado y enjaulado, a un parque nacional, "Upstate New York".

Ustedes se preguntarán por qué Joe no se transformó de nuevo en hombre, allí delante de todos, para evitarse el viajecito. La verdadera razón es que la prensa se metió en el asunto. Al pobre Joe Rohden lo sacaron en T.V., en los periódicos, la radio y la Internet, en una "Coyotecam". Como ya les expliqué, para transformarte en coyote es preferible desnudarse primero. Esto no es estrictamente necesario, pero la verdad, es difícil correr como coyote con los bluyines puestos. Además, se ve ridículo, impropio de la dignidad animal. El pobre Joe no se transformaba, porque iba a quedar "en pelotas" frente a los ojos amarillentos de tanto periodista amarillista que hay en esta ciudad. Cuando un hombre tiene mujer e hijos, no puede permitirse tal vergüenza pública.

Así que mi amigo Joe Rohden se dejó llevar al parque, y se entretuvo allá con una coyota que resultó ser una instructora de pilates transfigurada. Cuando la coyota comenzó a jugar a la casita (un instinto al parecer presente en todas las féminas del reino animal), Joe se transformó en cuervo, y se vino volando a verme, para que le prestara unos interiores limpios, un par de medias, camisa, pantalón y zapatos, antes de irse a su casa, a calarse el aguacero que le iba a echar su mujer.

Por ahora, nuestras excursiones coyotescas están prohibidas. No hay coyote que valga cuando una esposa saca los colmillos. Sin embargo, para aquellos que se animen a intentarlo, aquí les explico un modo fácil de transformarse en coyote. Sólo recuerden dos cosas:

- Cada quien come basura a su propio riesgo.

- Cuando un lunar camina, es una pulga.

Aquí vamos:

(Hmmm... un minuto... Me doy cuenta que muchos de ustedes se estarán imaginando que yo estoy mamando gallo. Sentirán que ustedes viven en una sociedad evolucionada, que dejó atrás la necesidad de magia y superó la superstición. Creerán que una sociedad como esta, que puede meter videos de Shakira en un telefonito, o producir masivamente cosas nunca antes soñadas por el género humano, como los Nachos con sabor a pizza, está a años luz de los artesanos de Benin, por ejemplo, quienes fabrican anillos mágicos para su rey sin tomarle antes la medida del dedo. Esto quiere decir que el rey no puede ponerse el anillo, y tiene que cargarlo, o bien colgado en el cuello, o en una bolsa, o incluso llevar consigo a un lacayo cuyo único oficio es cargar el anillo por él. Todo esto, porque la utilidad del objeto no es tan importante como el poder que tenerlo le confiere. Una absoluta superstición... no muy distinta de manejar un Hummer o una Autana en plena ciudad; y tan supersticioso como vestirse de Prada o Tommy Hilfigher. Pensar que la obra de un infeliz como Tunick vale más que las fotos de cualquier gozón en Playa parguito es también superstición; del mismo modo que pagar el doble del precio por un whisky, sólo porque tiene dorado en la etiqueta. Creer que si uno se saca un título está más preparado, o que si se muda con el marido perfecto al apartamento perfecto será feliz, es superstición. Ya no creemos en enanitos barbudos que viven en los bosques guardando ollas de oro, pero creemos en el "Marketing", la publicidad, la prensa, los atletas, las celebridades y el éxito. Me pregunto si nuestras supersticiones nos hacen más inteligentes, o más estúpidos.)

Ahora sí, aquí vamos.

PREPARATIVOS: Lo primero que hay que hacer, es familiarizarse en lo posible con el coyote: su forma, su aspecto, sus hábitos. Si es posible, verlo en vivo y hasta tocar uno. (ADVERTENCIA: contrario a lo que pueda pensarse, el proceso no se acelera si un coyote te muerde. Cuando un coyote te muerde, no te trasnformas en coyote, sino en paciente de emergencias).

PRIMERA FASE:

La clave de todo esto está en desarrollar la capacidad de acoplar la imaginación a la realidad. Antes de intentar hacer esto con un coyote entero, hagamos un ejercicio de calentamiento.

Si les pido por ejemplo que miren la palma de su mano extendida, que cierren los ojos e imaginen su mano extendida, tal como está en realidad, el proceso es relativamente simple. Hagan esto hasta que no halla ninguna diferencia entre la mano real, y la mano imaginaria; hasta que abrir y cerrar los ojos no modifique nada.

Si les pido que ahora imaginen una bolita de goma roja flotando sobre la palma de su mano imaginaria, esto también es sencillo. Háganlo. Cierren los ojos, e imaginen en todo detalle una pelotita de goma roja flotando sobre las líneas que se cruzan en la palma de su mano. Cuando la tengan claramente visualizada, abran los ojos. Vean cómo ahora, abrir y cerrar los ojos implica hacer aparecer y desaparecer la bolita roja que flota sobre su mano.

La cosa se complica, y requiere de más práctica, cuando les pido que abran los ojos, e imaginen la bolita de goma roja flotando sobre su mano real. Que la VEAN con sus ojos abiertos, aunque no exista. Debemos lograr, de nuevo, que la imagen real y la imagen imaginada se acoplen a la perfección, sin diferencias ni saltos. Practiquen esto al punto que la imagen imaginaria de su mano con una bolita roja flotando encima, sea idéntica a la vision real.

Ahora, cierren su mano.

¿Sienten cómo la bolita imaginaria, presiona la piel de su mano real, cerrada confortablemente en un puño?
¿No? Bueno. Practiquen...
Cuando lo logren, avísenme, y les enviaré la segunda parte de este texto.

Un abrazo,

Enrique Enriquez (IM)


NOTA DEL TRADUCTOR: Este texto fue originalmente escrito en Castellano de Caracas. La ultima vez que revisé, seguía escrito en Castellano de Caracas. Si usted, amigo lector, pertenece a otro país, y encuentra algunos modismos extraños o incomprensibles, ¡Bienvenido a mi mundo! Eso mismo siento yo cada vez que leo a los mexicanos, colombianos, peruanos, puertorriqueños, guatemaltecos (miento, jamás he leído a un guatemalteco), que pueblan los rincones literarios del mundo.

Más abrazos...

“Haciendo daño rico": Manualito elegante de tortura

SERGIO MÁRQUEZ


Manual por entregas, que le permitirá practicar a cualquiera, y sobre cualquiera, en la comodidad de su sótano u hogar, los más viciosos y sofisticados rituales de la tortura poética de altos vuelos, hasta llegar a convertirse en un verdadero maestro del terror controlado.

Fascículo 1º
EUCARISTÍA DE ESPINAS

Una (1) docena (12) de rosas de tallo largo (lo más largo posible, que no se las corten en la floristería), bien espinosas y de preferencia pertenecientes a la variedad "Príncipe Negro".

250 c.c de Cuerno de ciervo con Creolina.

Un (1) disco de acetato de Paloma San Basilio.

Un (1) carrete de alambre de púas.

Una (1) estopa.

Ante todo, no debemos olvidar que este, aunque olvidado y vilipendiado, es un arte oscuro, y como tal, se hace necesario invocar sus ritos en tanto mecanismos depurativos del Universo. Para lograr la gloriosa disminución física y psico-espiritual, debe comenzarse por colocar como telón de fondo los agudos estertores de Paloma San Basilio, a todo volumen y por espacio de una hora. Al mismo tiempo, se procede a enrollar al sujeto desnudo, maniatado y con el estómago vacío por espacio de 48 horas, en el alambre de púas más filoso que pueda encontrarse, cuidando de no dejar resquicios a través de los cuales puedan observarse pedazos de piel. Solo se dejarán libres la boca, la nariz y los ojos (si se desea lograr la excelencia, puede afeitársele la cabeza, para así cubrirlo en su totalidad) Una vez ablandado el sujeto y preparadas las rosas, se le da vuelta al disco y se procede a introducir, una por una y con la pasmosa lentitud que amerita al odio, las doce rosas por su boca y hasta su garganta. Cuidando de no provocar el vómito, deben lacerarse lo más posible los tejidos esofágicos que los dardos espinosos encuentren en su recorrido y procurar igualmente el desgarro de la úvula en el trayecto. No lo olvides: haz de las espinas tus anzuelos en esta pesca de arrastre del suplicio. Si en algún momento del trance, el sujeto perdiera por causalidad el conocimiento (...Dios no lo permita...) se embebe la estopa en abundante cuerno de ciervo con creolina y se aplica sobre sus ojos y nariz para que la humillación no termine jamás… (La resurrección es el último de los martirios).
Si se desea, puede considerarse esta manipulación como una aproximación deconstructiva a ciertos elementos del "vía crucis" crístico, evidenciados en principio, por la corona de espinas siendo digerida en su estado primigenio (piénsese en esto: los estigmas vendrían a ser entonces internos, y por tanto invisibles al ojo humano...) Este hecho suplanta la significación de la corona como blasón de una "realeza del sufrimiento" y lo sustituye por el emblema del "fagocitador del pecado", exento en este caso de la capacidad redentora que tradicionalmente lleva consigo. La verticalidad del tallo espinado replantea las circunvoluciones del padecimiento original (representadas en la corona) y transforma la tiara enroscada sobre si misma en lanza unidireccional o en múltiple vector del miedo. La voz de Paloma San Basilio (cuyo nombre, por asociación criptozoológica, vendría a representar al Espíritu Santo) puede oírse como la de las plañideras que gritan a los pies del martirizado, y la estopa, la creolina y el cuerno de ciervo serían agrias manifestaciones de la esponja y el vinagre. El alambre de púas, evidentemente, retoma la connotación del Santo Sudario, esta vez como mortaja metálica, convertido ahora en la "prisión-crisálida" que imposibilitaría la estratagema de la resurrección, e inclusive, el alivio de la metamorfosis. Por último, y como si no fuera suficiente alegoría, creo que se manifiesta con suficiente claridad quien ocupa, en la representación antes descrita, el papel de "Deus ex machina": Todopoderoso, Ubicuo y Omnipresente.

Y no olviden amiguitos: …Al que tortura, Dios lo ayuda…

El Papageno de Chacao

ROBERTO ECHETO



Todos los días nos ocurren cientos de pequeños cataclismos que nos cambian la vida y nos hacen pedir una escopeta como regalo de cumpleaños. Uno de ellos me sucedió hace un par de semanas, cuando me encontraba a punto de llevar a cabo una de las tareas más ingratas que existen sobre la faz del planeta: limpiar la jaula de Raúl, mi loro.

Las aventuras de Raúl ya son conocidas por grandes y chicos. Todos saben que cada miércoles y viernes juega dominó y fuma tabaco con los loros del tercero y del quinto piso, que un domingo sí y otro no, se escapa por los alrededores de Chacao, se refocila con la lora del dueño de Don Corleone o se va a casa de Alfredo Escalante a beber cerveza y a escuchar discos de Slipknot. Sin embargo, esto que les voy a contar no tiene parangón en la historia de mi loro.

Esa mañana de hace dos semanas lucía radiante con su sol blanco. El calor veraniego que se expandía por mi ciudad, me insufló el entusiasmo necesario para acometer la tarea de cambiarle el periódico a la jaula de mi pajarraco, ponerle pipas en el plato y escanciar el agua en su envase en vista de que, gracias al amarillo bochorno de los días de abril, Raúl mojaba toda su jaula, convirtiéndola en una sopa en la que se entremezclaban excretas, agua sucia, plumas, jirones de papel y cáscaras vacías.

Yo me movía feliz de la vida entre la ruma de periódicos y el chorro de agua con el que lavaba el mugroso mobiliario del hogar de Raúl. De pronto, cuando metí la mano en la jaula para colocar en su sitio el plato lleno de semillas de girasol, Raúl me mentó la madre y se le fue encima a mi mano con una furia desbordada. Como pude, esquivé los mordiscos y los aletazos que el loro le propinaba a mis dedos que se movían como Tommy Hearns, tratando de devolverle la cordura al ave gritona a fuerza de golpes, pero fue imposible. Lo supe cuando sentí un punzante ardor en el pulgar y el fondo verde de la jaula se tiñó de rojo.

Supongo que no tengo que decirles que desde ese momento mi vida cambió. La sangre de mi dedo trató de embriagarme el ánimo y ponerlo en guardia para la venganza, pero una fuerza indescriptible me puso melancólico e hizo que apaciguara al loro que aún chillaba violento. Poco a poco mi piel fue adquiriendo un color verdoso hasta que quedé convertido en un ser primaveral capaz de sonreírle y de darle a todos los buenos días a la hora en que el disco solar baña al mundo con su calor.

Ahora soy el hombre-loro de Chacao, el Papageno de la avenida Francisco de Miranda, el amigo inseparable de Raúl, el loro de verdad, a quien acompaño a todas partes en el side-car de su Harley-Davidson y grito cuando él grita y bebo ron y whisky y vodka y orujo, mientras jugamos ajilei, fumamos Gauloises risueños y nos vamos a la playa a pasar un fin de semana con sus amigas parrots.

No tengo nada de siniestro. Soy uno más de ellos. Soy un loro con American Express. Soy el hombre-loro, el Papageno de Chacao.

Lomo de cocodrilo viejo

FEDOSY SANTAELLA



Cierta vez conversaba con un amigo y le pregunté si conocía la historia de su padre.

-Claro que la conozco.
-¿La historia de su niñez, de su juventud… toda esa historia antes de que nacieras?
-Pues un poco… no mucho -me respondió. Entonces me miró extrañado y dijo entristecido-: Ahora que lo dices, la verdad que no sé nada de su vida pasada.

Mi amigo se sintió mal, porque su papá ya había muerto y su mamá estaba muy anciana, y no sabía de nadie que pudiera contarle esa historia.

Entonces me di cuenta de lo importante que es conocer la historia de tu papá, de tu mamá o de los dos, y de lo espléndido que fue mi padre el día que me llevó a su sofá, me sentó a su lado y me pasó el brazo por la espalda.

-Hijo, toda mi vida se puede resumir en las plantas de mis pies -dijo y luego alzó una de sus piernas sobre el muslo de la otra y me mostró la planta de sus pies.

Ese día, mi papá me contó su primera historia:

-Sí, yo tenía la planta de los pies tan duras como lomo de cocodrilo viejo. Lo descubrí hace muchísimos años, en un cayo de Morrocoy. El recuerdo es tan claro como aquel sábado estallado de luz, azul y ámbar transparente. Ahí estoy, empujando la lancha del papá de Tito, caminando descalzo sobre erizos y corales filosos. Luego, de vuelta al bote, están Tito y Enzo con los pies adoloridos, arrancándose las púas y echando agua sobre las inagotables tiritas de sangre. Y otra vez yo, mirándome los pies ilesos, sin moretones, sin un rasguño.

Al lunes siguiente, sentados en las gradas de la cancha múltiple del colegio, me quité los zapatos y las medias y le pedí a Enzo que me clavara un lápiz en la planta del pie… Claro, había pasado el resto del sábado y todo el domingo probando, con éxito absoluto, la resistencia de este cuero curtido, clavándome agujas, cuchillos y cualquier instrumento filoso que tuve a mano. Enzo, reacio ante tan insólito pedido, me hizo una débil punzada. Pero yo le quité el lápiz de un manotazo y procedí a clavarlo con todas mis fuerzas. Mis amigos se estremecieron y apartaron la mirada. Me eché a reír y ellos voltearon: la planta de mi pie seguía intacta y, sin embargo, la punta del lápiz estaba rota.

Se corrió la voz del prodigio y comencé a hacerme famoso. Podías verme en la discoteca del club, en las reuniones exclusivas de las niñas más lindas, en la playa montado en el Jeep de Pepe o en el Volkswagen de Cárdenas, el profesor de biología. Eso sí, cada vez que mis nuevos amigos lo requerían, me dejaba apagar cigarrillos o clavar instrumentos punzantes en las plantas de los pies. ¡Claro, si no me dolía!

Mis antiguos amigos pasaron a convertirse en un mal sueño. Los veía por los pasillos, sonrientes, intentando que alguien los invitara a alguna fiesta, y me decía: "¡Pensar que yo fui así!".

Un año después me gradué de bachiller y me mudé a Caracas para estudiar. Allí, querido hijo, pasé de una carrera a otra sin tener idea de los estudios. La fiesta era interminable, y yo el rey indiscutible. A Tito y a Enzo, que también se habían ido a estudiar a la capital, los vi varias veces por casualidad.

Cierta vez me encontré con Enzo y su novia en un café. Les lancé un hola distante y ni siquiera les tendí la mano. La muchacha, distraída o ignorando mi rechazo, dijo que desde hacía tiempo quería conocerme, porque Enzo siempre hablaba maravillas de mí. No abrí la boca ni para dar las gracias. Enzo dijo: "Sí, mi amor, él es mi amigo, nos conocemos desde pequeños". Luego la pareja siguió su camino, y yo los olvidé.

Pero llega un día, hijo, en que debes tomar la primera decisión importante en tu vida, y esto ocurre por cosas que vienen dando vuelta en tu cabeza y en tu alma desde hace tiempo.

Ese día y esa decisión llegaron a la orilla de una playa, a solas, lejos de la fiesta y bajo un cielo nocturno repleto de estrellas como fuegos artificiales.

Todo comenzó con una pregunta, muy obvia, pero trascendental: "¿Qué carrizos es la vida?". Algo que alguna vez se había filtrado en algún rincón de mi mente en alguna clase de alguna de mis carreras inconclusas me respondió: Frenesí, ilusión, sombra, ficción. Me descalcé, caminé hasta orilla y dejé que las olas mojaran mis pies. Debo confesar que no sentí nada.

Entonces comenzó la búsqueda de la libertad interior. Me vestí con batas blancas, me dejé crecer la barba y me rapé el cráneo. Anduve descalzo, como es tradición entre los hombres santos, e hice un viaje a la India, del que regresé caminando sobre brasas ardientes. Me vi rodeado de cámaras de televisión, de entrevistadores, de fervientes seguidores; y aunque la fama no me interesaba, sabía que la única manera de atraer a los hombres para impartirle mis enseñanzas era por medio de mi caminata sensacional sobre los carbones encendidos. Una vez más, las duras plantas de mis pies eran las protagonistas de aquella nueva etapa de mi vida.

A parte de ser un gran maestro espiritual, comía en abundancia, dormía bajo techo y no necesitaba dinero, porque mis seguidores se encargaban de todo. Pero no estaba satisfecho. Sabía que no había alcanzado la libertad suprema. Observaba el mundo que me rodeaba y lo sentía falso. Mis mensajes místicos poco habrían de importarle a los necesitados de comida, techo y dignidad. Por lo tanto, decidí convertirme en un hombre de acción, tomar las armas, lanzarme al monte.

Como defensor armado de los más necesitados fui excelente. Gracias a mis duras plantas pude mantenerme de pie por horas, días y semanas. En la guerra es importante mantenerse en posición vertical.

Gracias a mis pies de lomo de cocodrilo viejo llegué a convertirme en el jefe de la guerrilla. Y mucho más después de lo sucedido una tarde húmeda, aplastada de selva y fuego cruzado, cuando me encontré rodando pendiente abajo, con una bala enemiga incrustada en el hombro.

Luego de un par de horas, sumido en un sopor panteísta, vi venir una medusa de dedos gruesos que se clavaron en mis extremidades y me llevaron hasta una barraca con techo de troncos.

Caras y manos militares se alternaron. Primero fueron rostros jóvenes y manos que me sanaban y alimentaban con indiferencia. Luego, vinieron semblantes más severos, como tallados en la materia pura de la maldad. Uno de esos rostros se quedó, y entonces supe que pronto vendría lo peor. Rogué desesperado: "¡Las plantas de los pies no, por favor, los pies no!" Las comisuras de la boca enemiga se estiraron y sus puntas se perdieron bajo unas mejillas complacidas. Entonces las manos me quitaron las botas y me aplicaron corrientazos, y yo grité como un condenado a muerte. Me dieron planazos inmisericordes, y lloré como quien pierde a un ser amado. Me aplicaron hierros candentes, y voté espuma como un perro rabioso… Pero reía, reía en mi interior, porque simplemente no me dolía nada de lo que me hacían.

Una madrugada, el mundo exterior se llenó de sonidos de guerra. La puerta de la cabaña se abrió de golpe y entraron mis compañeros. Me desataron y quisieron cargarme, pero no me dejé y salí a luchar. Gracias a mi ejemplo y a mi coraje tomamos el campamento. Al final de la batalla trajeron a mi torturador. Me limité a mirarlo de arriba abajo y ordené su liberación.

Pronto mi nombre fue conocido más allá de las montañas, y pronto supieron que yo era aquel gurú misteriosamente desaparecido hacía años. Mi fama fue aún mayor. Los medios de comunicación enviaron a sus periodistas a lo más profundo de la selva, a la búsqueda del guerrillero santo. Quise aprovechar aquel renombre para darle publicidad a la revolución, y me dejé entrevistar por todos.

Tanto éxito me llevó a alejarme de las filas combatientes. Me vi asistiendo a demasiadas convenciones, debates, seminarios, congresos, simposios, talleres, charlas y encuentros de paz. Me vi fundando un partido político y durmiendo en lujosos hoteles. Una noche terminé dormido en el regazo de una joven periodista de familia adinerada y con pretensiones revolucionarias, inspiradas por la moda y la fascinación de este guerrillero místico. Cuando abrí los ojos habían pasado mil años, y la revolución era un buen recuerdo, una anécdota de coctel que estaba narrando justo cuando me di cuenta de que me había convertido en un político y empresario con aspiraciones presidenciales. Callé y, sin despedirme de mi bella y elegante ex-esposa, salí a la calle. Los pies me llevaron a la autopista. Pasé al otro lado de una defensa, bajé por una pendiente de tierra y monte y llegué a la orilla del río. Era un río sucio, maloliente y turbulento. Me senté en una gran roca y me saqué los zapatos y las medias. Con la mirada fija en el río, imaginé sus fuentes originarias en alguna parte alta de la montaña. Imaginé sus aguas limpias, la espesura, el frescor de la vegetación que rodeaba aquellas aguas. Estuve así un largo rato, sumido en una contemplación serena. Después subí a la autopista. Atrás quedaron los zapatos y las medias.

Unos días después, Enzo y Tito acudían a una cita. En su actitud se notaba más el síntoma de la curiosidad que la emoción del encuentro de amigos. Yo los había citado en un café frente al malecón de Puerto Cabello. Ambos estaban idénticos a como los recordaba. Tito quizás un poco más gordo, Enzo con una incipiente calvicie.

Hablamos del pasado, recordamos anécdotas graciosas de antes del descubrimiento de mis pies de lomo de cocodrilo viejo. Reímos a carcajadas, lloramos de la risa y terminamos abrazados y caminando por el malecón. Al final de la tarde mis amigos se marcharon. Acordamos vernos al día siguiente para ir al cine. Y yo me quedé allí, solo frente al mar. Me dolían los pies, por primera vez en la vida me dolían los pies, y eso me hacía inmensamente feliz. Al rato, vi pasar a una linda y pretenciosa morena. Sin pensarlo dos veces me dije: "Ella sí que será la mujer de mi vida". Esa morena, hijo, era tu madre.


(Del libro El Elefante)

Cuarta tentación

HUMBERTO VALDIVIESO


("Death" de Dave McKean)

Su vista dejó el papel y continuó leyendo el horizonte, apenas deformado por uno que otro arbusto reseco. Sin decir palabra bajó a su cuarto donde tenía el equipaje preparado. Tomó la maleta y miró la silla junto a la ventana. Cerró la puerta y caminó de prisa entre las silenciosas habitaciones. Al llegar al comedor se detuvo. Nadie levantó la vista del plato y él no interrumpió. Pasó la mano sobre la vieja mesa que había restaurado años atrás y siguió por el pasillo. En la entrada lo esperaba un taxi.

El paisaje desértico duró poco. Algunas casas comenzaron a aparecer, luego poblados, una autopista y finalmente la ciudad. La ventana de su nuevo cuarto daba hacia la calle. Por ella entraba un leve tufo a carnicería que por momentos podía confundirse con ceniza o algo así. No había horizonte ya que la vista golpeaba de frente contra los anuncios comerciales. Las paredes eran blancas, había una cama, un clóset y una silla que colocó junto a la ventana. En ella yacía cada noche luego de intensos días de oficios y charlas. Colocaba su ropa sobre la cama, cruzaba las manos y dejaba a su mirada divagar entre los anuncios y los edificios. Aquel lugar era simplemente distinto: no había silencio, ni brisa, ni cielo y aun así lo sentía palpitar furiosamente.

Estoy adentro, rodeado de santos. También afuera, junto a las vallas, escuchando el murmullo de los ojos que hay en ellas: "El que ha de morir a espada, a espada ha de morir." Estas palabras hacen que me estremezca, no comprendo por qué llegan hasta mí. Estoy sobre la azotea como un águila, mientras el otro arde en la habitación.

Lo despertó un sol violento. Ya aseado y sin desayunar fue al salón de la comunidad. Todos fueron puntuales. Comenzó a hablar. Las etapas del ritual avanzaron en orden. Los feligreses repetían y contestaban al momento debido, sin equivocarse. Él examinaba cada uno de aquellos rostros. No conocía a nadie y sin embargo lo miraban fijamente. Sintió miedo e intentó desviar la vista hacia otro lado. No pudo, el murmullo de las oraciones le llamaba: "No llores, ha triunfado". "No llores, ha triunfado". "No llores, ha triunfado". Desesperado buscó entre la gente a alguien conocido: la buscó a ella. Fue en vano, todos eran anónimos y decían en coro: "Ven que te voy a mostrar el castigo de la célebre Ramera, que se sienta sobre grandes aguas". "No llores, ha triunfado". "No llores, ha triunfado". Entonces, sin apartarme de la ventana cerré mis ojos, tapé mis oídos, mordí mis labios y pude ver la capilla a lo lejos; incendiada, con llamas que casi alcanzaban la azotea donde se batían a muerte un águila y una serpiente.

Las pocas cuadras que debía recorrer a su regreso eran interminables: manos que acariciaban navajas, frutas que sudaban aceite, lenguas que lamían vidrieras y un humo que ocultaba los rostros.

Esa noche trató de orar y no pudo. Su cabeza era una caldera donde aún resonaban aquellas palabras: "El que ha de morir a espada, a espada ha de morir". De pie se inclinó sobre el borde de la ventana. Miró el anuncio que estaba titilando, miró la calle que estaba solitaria y volvió a la silla. Me encuentro aquí y afuera también. Desde ahí podía contemplar las rígidas azoteas, los balcones cerrados, las letras de neón y la niebla. El tiempo transcurría lento y perseverante. Me encuentro aquí y afuera también. ¿Quién me llama? ¿Qué quieren de mí? Cada minuto lo marcaba una gota de agua en el baño: apenas perceptible, pero puntual. Sus ojos estaban hundidos bajo los párpados, como si la noche los empujara hacia otro lugar. Vi una gran multitud; ciento cuarenta y cuatro mil que gritaban: "¡Cayó, cayó la Gran Babilonia!". Estas palabras insistentes, perseguidoras, hacen que me estremezca sobre la azotea; mientras el otro, se incendia en la habitación.

Despertó, aún sentado; tenía las manos oxidadas por el frío. Como pudo se levantó, tomó una ducha y comenzó a vestirse. Frente al espejo pasó un cepillo por su cabeza y sintió una molestia. Al instante, un hilo de sangre bajó de su frente. Apartó su cabello y descubrió, a unos centímetros de sus cejas, un inexplicable tatuaje. Ahora estoy en todos lados y todas las voces son una, que me increpa y sentencia: "Mete tu hoz y siega, porque ha llegado la hora de segar; la mies de la tierra está madura."

Consecuencia (tal vez horas, días o años más tarde): arrodillado, esperando el momento de poder seguir.

Mis dedos arqueados bastaban para resistir la luz. Ella siguió encadenada tras el anaquel, con el rostro hundido en la pared. No pudo verme abrazado a sus pies y con los dientes apretados esperó la estampida, fingiendo no saber que era su último cambio de piel.
AM
- Si sigues avanzando, se abrirá una zanja y todo habrá quedado atrás.
- Esperaré.
PM
- Ese hueco en la calle tan simple, mojado y esquivado es una mueca de dolor.
- Esperaré.
UNA TARDE
- Esa hendidura es el alimento de la masacre o una canción de cuna.
- Esperaré.
OTRO DÍA
- Un ser sin sexo nos ve desde la plaza.
- Su falda es una bandera y cubre un hueco tan simple y mojado como una mueca de amor.
DE MADRUGADA
Sin saberlo rodó sobre una piel que era una calzada. No podía dejar de mirarla y admitir que era hermosa, que un suspiro suyo bastaba para un sí porque la basura siempre es pateada y las orugas, miserables y traidoras, mueren como mariposas, sin importarles el secreto que las deforma.

Esa noche huí de la cama y descendí por la oscuridad pegajosa de las escaleras. Sentía tanta libertad, tantas uñas abandonando mi cuerpo que tuve miedo. La avenida estaba vacía; los postes de luz, derrotados, descansaban en el piso. Comenzaba a llover, pero ya lo había abandonado todo. Nunca volteé; tal vez no encendió la luz.


¿Por qué el cine venezolano es una de las freaky arts? -con algunas honrosas excepciones, claro está-

JOAQUÍN ORTEGA



("Grifo dormido" de Sir John Tenniel)


1. Porque la gente se cae muerta antes de que le den los disparos.

2. Porque las mujeres se desnudan como si estuvieran frente a un médico amigo del papá: rápido y con pena.

3. Porque en los créditos nunca le agradecen a los extras que miran a cámara.

4. Porque al final de cada rodaje siempre le da un paro cardíaco –por lo bajito- a un productor de campo. El productor ejecutivo empeña unas joyas ajenas y el matrimonio del director entra en crisis por empatarse con una de las actrices -o uno de los actores-.

5. Porque en las escenas sexuales las mujeres siempre "montan caballito" y se frotan contra la barriga del amante de turno, y a su vez los hombres, ponen los ojos volteados sin haber tenido el primer contacto erótico.

6. Porque gracias al catering, los técnicos se meten tres papas al día por primera vez en su vida.

7. Porque siempre en las co-producciones –que no coprofagía- con otros países quedan en Venezuela: una cuenta bancaria conjunta, un asilado político -casi siempre de una isla maldita, cundía de una pátina de magia negra, que no ha dado nada bueno desde el guaguancó y que no quiero nombrar- o un infectado (a) de algo.

8. Porque las pelis venezolanas son como una telenovela de dos horas, pero sin propagandas de lotería en el medio.

9. Porque al salir de la sala, comprendes que debiste haber invertido ese dinero en la afiliación a un video club.

10. Porque en las pelis venezolanas nunca hay nadie que hable como gente normal: el que no habla afectado es delincuente a la carte hablando en "cuti-landro".

11. Porque en las pelis venezolanas los trailers son más largos que la película en sí.

12. Porque en las pelis venezolanas los perros antidrogas de la policía son las mascotas del film - por cierto, esos canes se han convertido en una suerte de san bernardos, pero de los alcaloides-

13. Porque en las pelis venezolanas, siempre habrá una pareja de asistentes homosexuales, que después del segundo día de rodaje terminan viviendo juntos en un apartamento de Parque Central.

Más allá

FÓSFORO SEQUERA



Vytas, Monk y Maelo…tremendo trío!

En estos menesteres de la música han existido verdaderos genios, visionarios, seres humanos con una capacidad inusual para ver más allá de donde cualquier otro ser pueda hacerlo. Son esos, privilegiados, poderosos, inmortales, los que se dan el lujo de indicar hacia dónde se trazarán las nuevas rutas, aquellos que proponen un propio y único lenguaje, aquellos que escriben su propio manual de instrucciones, irreverentes, osados, creadores, humanos. De esos tenemos muchos casos, incomprendidos unos, luego aclamados cuando su presencia física ya no puede ser posible, aunque la inmortalidad los haya marcado.

Thelonious Monk, grande, irrepetible, maestro del tiempo, siempre estuvo a la vanguardia en eso de ser incomprendido. Su música reflejaba un misterio casi imposible de descifrar, un enigma como el de las pirámides de Egipto, un ser que tuvo el suficiente coraje como para imponer sus misteriosas e introspectivas reglas, para sentirse amo y señor del tiempo y la métrica musical, jugando con ella, estirándola o acortándola. Hoy día, homenajes van y vienen, se le hacen tributos y sus composiciones son revisadas una y otra vez reconociendo todo el talento del compositor de Bye-ya.

Puero Rico, isla del encanto, como reza la canción de la Orquesta Broadway, tuvo a otro miembro del club, ciudadano de la calle calma, sonero mayor, Maelo, Ismael Rivera. Cadencioso, amo y señor de la clave, Maelo también sufrió los embates de la incomprensión -¿Recuerda alguno el Incomprendido? – usual en quienes siempre tienen algo importante que decir. Al pasar de los años, su mensaje y su código tomaron su propio sitio, su trono inmortal, dándole al caribe y al mundo un mensaje lleno de caña y tambor, demostrando que el título heredado de Miguelito Cuní y el Beny Moré no era de gratis. Maelo siempre fue más allá del canto, con su voz curtida en calles y esquinas, con el lenguaje que cualquiera de nosotros se vacila en el metro o en la acera, mostrando cuán lejos puede llegar un cantor popular, a la inmortalidad.

En nuestro país, el asunto tendría que ver más con las fusiones del rock y la música venezolana que con algún tratado filosófico. Un nativo de Alemania, específicamente de Tubingen, se atrevió a romper esquemas y reunió dentro de un mismo potrero al arpa, al cuatro, los teclados, guitarras eléctricas y la batería para hacer uno de los proyectos más interesantes que nuestra música popular haya conocido, una ofrenda. Así, Vytas Brenner, más venezolano que muchos, genio indiscutible, tenía detractores que lo señalaban de loco y vainas por el estilo, mientras otros seguíamos – y lo seguimos haciendo – el camino que nos trazaron sus composiciones cargadas de mastranto y concreto, originales, nuestras, duras. Hoy día, la Princesa corre libremente, Frailejón en mano, para ir a Morrocoy antes de pasar por San Agustín.

Los grandes genios de la música popular no conocen trucos ni engaños, colocan por delante la honestidad, lo espontáneo, el sentimiento del músico, la expresividad, incluso el virtuosismo cabe dentro de toda esta expresión, sin estar pendientes de listados de mérito, camisas de color oscuro o mariqueras de ese tipo. Pero, más allá de todo eso, prevalece la visión amplia, la creatividad, el talento, la osadía. Por eso, estár en ese selecto grupo resulta un privilegio, donde siempre se procura romper las barreras del hecho musical, recorriendo caminos a punta de sextante y acordes de séptima, tripeando con las notas que salen de un piano o los golpes a la batería, buscando, indagando, descubriendo, viviendo.

En fin, en esto de las artes sonoras, y creo que en cualquier otra manifestación artística, ir más allá es un privilegio, un deber y un honor reservado para quienes nacen con el aura que solo poseen pocos, así como Maelo, como Vytas, como Monk, inmortales, más allá de todo, más allá.

Con mucho Aché.

Un Titanic caribeño

PEDRO UZCANGA



Desde las 4 de la mañana el repiquetear de la lluvia azota sin piedad el techito de lata que cubre las cuerdas del tendedero. Desde las 4 de la mañana no puedo dormir. En este callejón del amanecer, arrastro mi cuerpo hasta la cocina, para preparar el café mientras me baño. El apartamento permanece en silencio, el resto de la familia duerme. Entre la cortina de agua que baña al valle, se ven las luces encendidas de los ranchos que tapizan desde hace años los cerros de Caracas.

Luego de la ducha y unas 3 ó 4 tazas de tinto fuerte, me apertrecho para salir de casa. Entre el piso 7 y la planta baja; el tamaño, la fuerza y el número de las gotas se multiplicó por 400. Lo único que salva este día hasta ahora es la vecina del piso 11, una potra sensual de punta a punta que va por el pasillo, también en dirección a la puerta.

Ya desde allí se ve el desastre. Autobuses y carros que levantan grandes olas de agua, peatones que se refugian, con los hombros encogidos, junto a la reja; gente corriendo y saltando en la calle como si se tratara de una exhibición de pista y campo. Yo llego confiado al dintel, asomo la cabeza, bajo la escalera, me retuerzo entre cuerpos que se aferran al breve espacio que queda bajo el techo y que se encoge más con cada gota que cae.

Ya con la ropa algo arrugada, saco mi paraguas, me siento poderoso y me inflo debajo de él, pensando: "Estos guevones, ¿quién los manda a salir sin paraguas?, comienzo a caminar, pero la efectiva labor del sucio y el aceite hacen que resbale, trastabille y el paraguas me ayuda más a mantener el equilibrio que a protegerme de la lluvia. Se acabó el encanto. A duras penas, como un verdadero equilibrista, llego a la esquina. El caudal de agua que baja provoca una escena que parece sacada del campo. De un lado y otro de la calle hay gente apiñada, desesperanzada, porque no puede cruzar al otro lado. Yo me quedo como uno más, recostado de una vidriera, cubierta con un toldo verde.

El corneteo de los carros no cesa, la impaciencia y la frustración comienzan a apoderarse de la gente. De vez en cuando, alguien se resigna y se lanza a cruzar; las mujeres descalzas, los liceístas arrastrando sus pies, chapoteando y dejando que los ruedos de sus blue-jeans beban el agua que baja a raudales.

Un hombre negro y delgado, piensa que ha encontrado una ruta de escape y comienza a dar saltos aquí y allá, hasta que logra cruzar, relativamente seco. La lluvia sigue. Estoicamente soporto unos 45 minutos que parecen eternos. Finalmente, me decido a cruzar, confiando en el apaciguar del aguacero y en la intuición del moreno aquel que cantó la despedida. Pero no soy muy ágil y en el primer salto, el zapato se va a pique, se inundan todas las cámaras y la media se me enchumba, con el segundo paso tengo más suerte y logro aterrizar en un promontorio que sobresale de la calle, el "pax de deux" termina con un tercer salto a la acera de enfrente donde, luego de servir de espectáculo para los demás, la gente te mira con gestos de admiración, lastima, burla, simpatía, resignación e indiferencia; algunos incluso hasta critican el estilo y la habilidad de cada quien.

Camino hasta la parada del bus, lo peor parece haber pasado, aunque continúa cayendo una llovizna menuda. El viejo armatoste hace su aparición, abriéndose paso como una gigantesca ballena, a duras penas logra orillarse lo suficiente para alcanzar el primer escalón apoyado en la acera. El surrealismo cotidiano de nuestras vidas no nos permite apreciar en su verdadera magnitud la esencia de nuestra idiosincrasia. Dentro del autobús, el piso es otro río de agua que corre desde el fondo hasta la punta con cada frenada y arrancada que hace el colectivo. Afuera, arrecia el aguacero de nuevo, adentro parece llover más duro aún, las goteras bajan como regaderas sobre algunos asientos, los pies hay que llevarlos en el aire o sobre los otros asientos, los pocos pasajeros que estamos dentro de esta vulgar versión del Titanic tratamos de conservar secas las pocas pertenencias y ropas que aún no son presas del agua fría.

Abajo, la ciudad se transforma en Venecia, la gente corre, los carros-lanchas levantan grandes olas, los portales son refugios de gente que no se conoce. Noe era caraqueño.