martes, abril 25

Lomo de cocodrilo viejo

FEDOSY SANTAELLA



Cierta vez conversaba con un amigo y le pregunté si conocía la historia de su padre.

-Claro que la conozco.
-¿La historia de su niñez, de su juventud… toda esa historia antes de que nacieras?
-Pues un poco… no mucho -me respondió. Entonces me miró extrañado y dijo entristecido-: Ahora que lo dices, la verdad que no sé nada de su vida pasada.

Mi amigo se sintió mal, porque su papá ya había muerto y su mamá estaba muy anciana, y no sabía de nadie que pudiera contarle esa historia.

Entonces me di cuenta de lo importante que es conocer la historia de tu papá, de tu mamá o de los dos, y de lo espléndido que fue mi padre el día que me llevó a su sofá, me sentó a su lado y me pasó el brazo por la espalda.

-Hijo, toda mi vida se puede resumir en las plantas de mis pies -dijo y luego alzó una de sus piernas sobre el muslo de la otra y me mostró la planta de sus pies.

Ese día, mi papá me contó su primera historia:

-Sí, yo tenía la planta de los pies tan duras como lomo de cocodrilo viejo. Lo descubrí hace muchísimos años, en un cayo de Morrocoy. El recuerdo es tan claro como aquel sábado estallado de luz, azul y ámbar transparente. Ahí estoy, empujando la lancha del papá de Tito, caminando descalzo sobre erizos y corales filosos. Luego, de vuelta al bote, están Tito y Enzo con los pies adoloridos, arrancándose las púas y echando agua sobre las inagotables tiritas de sangre. Y otra vez yo, mirándome los pies ilesos, sin moretones, sin un rasguño.

Al lunes siguiente, sentados en las gradas de la cancha múltiple del colegio, me quité los zapatos y las medias y le pedí a Enzo que me clavara un lápiz en la planta del pie… Claro, había pasado el resto del sábado y todo el domingo probando, con éxito absoluto, la resistencia de este cuero curtido, clavándome agujas, cuchillos y cualquier instrumento filoso que tuve a mano. Enzo, reacio ante tan insólito pedido, me hizo una débil punzada. Pero yo le quité el lápiz de un manotazo y procedí a clavarlo con todas mis fuerzas. Mis amigos se estremecieron y apartaron la mirada. Me eché a reír y ellos voltearon: la planta de mi pie seguía intacta y, sin embargo, la punta del lápiz estaba rota.

Se corrió la voz del prodigio y comencé a hacerme famoso. Podías verme en la discoteca del club, en las reuniones exclusivas de las niñas más lindas, en la playa montado en el Jeep de Pepe o en el Volkswagen de Cárdenas, el profesor de biología. Eso sí, cada vez que mis nuevos amigos lo requerían, me dejaba apagar cigarrillos o clavar instrumentos punzantes en las plantas de los pies. ¡Claro, si no me dolía!

Mis antiguos amigos pasaron a convertirse en un mal sueño. Los veía por los pasillos, sonrientes, intentando que alguien los invitara a alguna fiesta, y me decía: "¡Pensar que yo fui así!".

Un año después me gradué de bachiller y me mudé a Caracas para estudiar. Allí, querido hijo, pasé de una carrera a otra sin tener idea de los estudios. La fiesta era interminable, y yo el rey indiscutible. A Tito y a Enzo, que también se habían ido a estudiar a la capital, los vi varias veces por casualidad.

Cierta vez me encontré con Enzo y su novia en un café. Les lancé un hola distante y ni siquiera les tendí la mano. La muchacha, distraída o ignorando mi rechazo, dijo que desde hacía tiempo quería conocerme, porque Enzo siempre hablaba maravillas de mí. No abrí la boca ni para dar las gracias. Enzo dijo: "Sí, mi amor, él es mi amigo, nos conocemos desde pequeños". Luego la pareja siguió su camino, y yo los olvidé.

Pero llega un día, hijo, en que debes tomar la primera decisión importante en tu vida, y esto ocurre por cosas que vienen dando vuelta en tu cabeza y en tu alma desde hace tiempo.

Ese día y esa decisión llegaron a la orilla de una playa, a solas, lejos de la fiesta y bajo un cielo nocturno repleto de estrellas como fuegos artificiales.

Todo comenzó con una pregunta, muy obvia, pero trascendental: "¿Qué carrizos es la vida?". Algo que alguna vez se había filtrado en algún rincón de mi mente en alguna clase de alguna de mis carreras inconclusas me respondió: Frenesí, ilusión, sombra, ficción. Me descalcé, caminé hasta orilla y dejé que las olas mojaran mis pies. Debo confesar que no sentí nada.

Entonces comenzó la búsqueda de la libertad interior. Me vestí con batas blancas, me dejé crecer la barba y me rapé el cráneo. Anduve descalzo, como es tradición entre los hombres santos, e hice un viaje a la India, del que regresé caminando sobre brasas ardientes. Me vi rodeado de cámaras de televisión, de entrevistadores, de fervientes seguidores; y aunque la fama no me interesaba, sabía que la única manera de atraer a los hombres para impartirle mis enseñanzas era por medio de mi caminata sensacional sobre los carbones encendidos. Una vez más, las duras plantas de mis pies eran las protagonistas de aquella nueva etapa de mi vida.

A parte de ser un gran maestro espiritual, comía en abundancia, dormía bajo techo y no necesitaba dinero, porque mis seguidores se encargaban de todo. Pero no estaba satisfecho. Sabía que no había alcanzado la libertad suprema. Observaba el mundo que me rodeaba y lo sentía falso. Mis mensajes místicos poco habrían de importarle a los necesitados de comida, techo y dignidad. Por lo tanto, decidí convertirme en un hombre de acción, tomar las armas, lanzarme al monte.

Como defensor armado de los más necesitados fui excelente. Gracias a mis duras plantas pude mantenerme de pie por horas, días y semanas. En la guerra es importante mantenerse en posición vertical.

Gracias a mis pies de lomo de cocodrilo viejo llegué a convertirme en el jefe de la guerrilla. Y mucho más después de lo sucedido una tarde húmeda, aplastada de selva y fuego cruzado, cuando me encontré rodando pendiente abajo, con una bala enemiga incrustada en el hombro.

Luego de un par de horas, sumido en un sopor panteísta, vi venir una medusa de dedos gruesos que se clavaron en mis extremidades y me llevaron hasta una barraca con techo de troncos.

Caras y manos militares se alternaron. Primero fueron rostros jóvenes y manos que me sanaban y alimentaban con indiferencia. Luego, vinieron semblantes más severos, como tallados en la materia pura de la maldad. Uno de esos rostros se quedó, y entonces supe que pronto vendría lo peor. Rogué desesperado: "¡Las plantas de los pies no, por favor, los pies no!" Las comisuras de la boca enemiga se estiraron y sus puntas se perdieron bajo unas mejillas complacidas. Entonces las manos me quitaron las botas y me aplicaron corrientazos, y yo grité como un condenado a muerte. Me dieron planazos inmisericordes, y lloré como quien pierde a un ser amado. Me aplicaron hierros candentes, y voté espuma como un perro rabioso… Pero reía, reía en mi interior, porque simplemente no me dolía nada de lo que me hacían.

Una madrugada, el mundo exterior se llenó de sonidos de guerra. La puerta de la cabaña se abrió de golpe y entraron mis compañeros. Me desataron y quisieron cargarme, pero no me dejé y salí a luchar. Gracias a mi ejemplo y a mi coraje tomamos el campamento. Al final de la batalla trajeron a mi torturador. Me limité a mirarlo de arriba abajo y ordené su liberación.

Pronto mi nombre fue conocido más allá de las montañas, y pronto supieron que yo era aquel gurú misteriosamente desaparecido hacía años. Mi fama fue aún mayor. Los medios de comunicación enviaron a sus periodistas a lo más profundo de la selva, a la búsqueda del guerrillero santo. Quise aprovechar aquel renombre para darle publicidad a la revolución, y me dejé entrevistar por todos.

Tanto éxito me llevó a alejarme de las filas combatientes. Me vi asistiendo a demasiadas convenciones, debates, seminarios, congresos, simposios, talleres, charlas y encuentros de paz. Me vi fundando un partido político y durmiendo en lujosos hoteles. Una noche terminé dormido en el regazo de una joven periodista de familia adinerada y con pretensiones revolucionarias, inspiradas por la moda y la fascinación de este guerrillero místico. Cuando abrí los ojos habían pasado mil años, y la revolución era un buen recuerdo, una anécdota de coctel que estaba narrando justo cuando me di cuenta de que me había convertido en un político y empresario con aspiraciones presidenciales. Callé y, sin despedirme de mi bella y elegante ex-esposa, salí a la calle. Los pies me llevaron a la autopista. Pasé al otro lado de una defensa, bajé por una pendiente de tierra y monte y llegué a la orilla del río. Era un río sucio, maloliente y turbulento. Me senté en una gran roca y me saqué los zapatos y las medias. Con la mirada fija en el río, imaginé sus fuentes originarias en alguna parte alta de la montaña. Imaginé sus aguas limpias, la espesura, el frescor de la vegetación que rodeaba aquellas aguas. Estuve así un largo rato, sumido en una contemplación serena. Después subí a la autopista. Atrás quedaron los zapatos y las medias.

Unos días después, Enzo y Tito acudían a una cita. En su actitud se notaba más el síntoma de la curiosidad que la emoción del encuentro de amigos. Yo los había citado en un café frente al malecón de Puerto Cabello. Ambos estaban idénticos a como los recordaba. Tito quizás un poco más gordo, Enzo con una incipiente calvicie.

Hablamos del pasado, recordamos anécdotas graciosas de antes del descubrimiento de mis pies de lomo de cocodrilo viejo. Reímos a carcajadas, lloramos de la risa y terminamos abrazados y caminando por el malecón. Al final de la tarde mis amigos se marcharon. Acordamos vernos al día siguiente para ir al cine. Y yo me quedé allí, solo frente al mar. Me dolían los pies, por primera vez en la vida me dolían los pies, y eso me hacía inmensamente feliz. Al rato, vi pasar a una linda y pretenciosa morena. Sin pensarlo dos veces me dije: "Ella sí que será la mujer de mi vida". Esa morena, hijo, era tu madre.


(Del libro El Elefante)