Un Titanic caribeño
PEDRO UZCANGA
Desde las 4 de la mañana el repiquetear de la lluvia azota sin piedad el techito de lata que cubre las cuerdas del tendedero. Desde las 4 de la mañana no puedo dormir. En este callejón del amanecer, arrastro mi cuerpo hasta la cocina, para preparar el café mientras me baño. El apartamento permanece en silencio, el resto de la familia duerme. Entre la cortina de agua que baña al valle, se ven las luces encendidas de los ranchos que tapizan desde hace años los cerros de Caracas.
Luego de la ducha y unas 3 ó 4 tazas de tinto fuerte, me apertrecho para salir de casa. Entre el piso 7 y la planta baja; el tamaño, la fuerza y el número de las gotas se multiplicó por 400. Lo único que salva este día hasta ahora es la vecina del piso 11, una potra sensual de punta a punta que va por el pasillo, también en dirección a la puerta.
Ya desde allí se ve el desastre. Autobuses y carros que levantan grandes olas de agua, peatones que se refugian, con los hombros encogidos, junto a la reja; gente corriendo y saltando en la calle como si se tratara de una exhibición de pista y campo. Yo llego confiado al dintel, asomo la cabeza, bajo la escalera, me retuerzo entre cuerpos que se aferran al breve espacio que queda bajo el techo y que se encoge más con cada gota que cae.
Ya con la ropa algo arrugada, saco mi paraguas, me siento poderoso y me inflo debajo de él, pensando: "Estos guevones, ¿quién los manda a salir sin paraguas?, comienzo a caminar, pero la efectiva labor del sucio y el aceite hacen que resbale, trastabille y el paraguas me ayuda más a mantener el equilibrio que a protegerme de la lluvia. Se acabó el encanto. A duras penas, como un verdadero equilibrista, llego a la esquina. El caudal de agua que baja provoca una escena que parece sacada del campo. De un lado y otro de la calle hay gente apiñada, desesperanzada, porque no puede cruzar al otro lado. Yo me quedo como uno más, recostado de una vidriera, cubierta con un toldo verde.
El corneteo de los carros no cesa, la impaciencia y la frustración comienzan a apoderarse de la gente. De vez en cuando, alguien se resigna y se lanza a cruzar; las mujeres descalzas, los liceístas arrastrando sus pies, chapoteando y dejando que los ruedos de sus blue-jeans beban el agua que baja a raudales.
Un hombre negro y delgado, piensa que ha encontrado una ruta de escape y comienza a dar saltos aquí y allá, hasta que logra cruzar, relativamente seco. La lluvia sigue. Estoicamente soporto unos 45 minutos que parecen eternos. Finalmente, me decido a cruzar, confiando en el apaciguar del aguacero y en la intuición del moreno aquel que cantó la despedida. Pero no soy muy ágil y en el primer salto, el zapato se va a pique, se inundan todas las cámaras y la media se me enchumba, con el segundo paso tengo más suerte y logro aterrizar en un promontorio que sobresale de la calle, el "pax de deux" termina con un tercer salto a la acera de enfrente donde, luego de servir de espectáculo para los demás, la gente te mira con gestos de admiración, lastima, burla, simpatía, resignación e indiferencia; algunos incluso hasta critican el estilo y la habilidad de cada quien.
Camino hasta la parada del bus, lo peor parece haber pasado, aunque continúa cayendo una llovizna menuda. El viejo armatoste hace su aparición, abriéndose paso como una gigantesca ballena, a duras penas logra orillarse lo suficiente para alcanzar el primer escalón apoyado en la acera. El surrealismo cotidiano de nuestras vidas no nos permite apreciar en su verdadera magnitud la esencia de nuestra idiosincrasia. Dentro del autobús, el piso es otro río de agua que corre desde el fondo hasta la punta con cada frenada y arrancada que hace el colectivo. Afuera, arrecia el aguacero de nuevo, adentro parece llover más duro aún, las goteras bajan como regaderas sobre algunos asientos, los pies hay que llevarlos en el aire o sobre los otros asientos, los pocos pasajeros que estamos dentro de esta vulgar versión del Titanic tratamos de conservar secas las pocas pertenencias y ropas que aún no son presas del agua fría.
Abajo, la ciudad se transforma en Venecia, la gente corre, los carros-lanchas levantan grandes olas, los portales son refugios de gente que no se conoce. Noe era caraqueño.
Luego de la ducha y unas 3 ó 4 tazas de tinto fuerte, me apertrecho para salir de casa. Entre el piso 7 y la planta baja; el tamaño, la fuerza y el número de las gotas se multiplicó por 400. Lo único que salva este día hasta ahora es la vecina del piso 11, una potra sensual de punta a punta que va por el pasillo, también en dirección a la puerta.
Ya desde allí se ve el desastre. Autobuses y carros que levantan grandes olas de agua, peatones que se refugian, con los hombros encogidos, junto a la reja; gente corriendo y saltando en la calle como si se tratara de una exhibición de pista y campo. Yo llego confiado al dintel, asomo la cabeza, bajo la escalera, me retuerzo entre cuerpos que se aferran al breve espacio que queda bajo el techo y que se encoge más con cada gota que cae.
Ya con la ropa algo arrugada, saco mi paraguas, me siento poderoso y me inflo debajo de él, pensando: "Estos guevones, ¿quién los manda a salir sin paraguas?, comienzo a caminar, pero la efectiva labor del sucio y el aceite hacen que resbale, trastabille y el paraguas me ayuda más a mantener el equilibrio que a protegerme de la lluvia. Se acabó el encanto. A duras penas, como un verdadero equilibrista, llego a la esquina. El caudal de agua que baja provoca una escena que parece sacada del campo. De un lado y otro de la calle hay gente apiñada, desesperanzada, porque no puede cruzar al otro lado. Yo me quedo como uno más, recostado de una vidriera, cubierta con un toldo verde.
El corneteo de los carros no cesa, la impaciencia y la frustración comienzan a apoderarse de la gente. De vez en cuando, alguien se resigna y se lanza a cruzar; las mujeres descalzas, los liceístas arrastrando sus pies, chapoteando y dejando que los ruedos de sus blue-jeans beban el agua que baja a raudales.
Un hombre negro y delgado, piensa que ha encontrado una ruta de escape y comienza a dar saltos aquí y allá, hasta que logra cruzar, relativamente seco. La lluvia sigue. Estoicamente soporto unos 45 minutos que parecen eternos. Finalmente, me decido a cruzar, confiando en el apaciguar del aguacero y en la intuición del moreno aquel que cantó la despedida. Pero no soy muy ágil y en el primer salto, el zapato se va a pique, se inundan todas las cámaras y la media se me enchumba, con el segundo paso tengo más suerte y logro aterrizar en un promontorio que sobresale de la calle, el "pax de deux" termina con un tercer salto a la acera de enfrente donde, luego de servir de espectáculo para los demás, la gente te mira con gestos de admiración, lastima, burla, simpatía, resignación e indiferencia; algunos incluso hasta critican el estilo y la habilidad de cada quien.
Camino hasta la parada del bus, lo peor parece haber pasado, aunque continúa cayendo una llovizna menuda. El viejo armatoste hace su aparición, abriéndose paso como una gigantesca ballena, a duras penas logra orillarse lo suficiente para alcanzar el primer escalón apoyado en la acera. El surrealismo cotidiano de nuestras vidas no nos permite apreciar en su verdadera magnitud la esencia de nuestra idiosincrasia. Dentro del autobús, el piso es otro río de agua que corre desde el fondo hasta la punta con cada frenada y arrancada que hace el colectivo. Afuera, arrecia el aguacero de nuevo, adentro parece llover más duro aún, las goteras bajan como regaderas sobre algunos asientos, los pies hay que llevarlos en el aire o sobre los otros asientos, los pocos pasajeros que estamos dentro de esta vulgar versión del Titanic tratamos de conservar secas las pocas pertenencias y ropas que aún no son presas del agua fría.
Abajo, la ciudad se transforma en Venecia, la gente corre, los carros-lanchas levantan grandes olas, los portales son refugios de gente que no se conoce. Noe era caraqueño.
0 Comments:
Publicar un comentario
<< Home