martes, abril 25

Cuarta tentación

HUMBERTO VALDIVIESO


("Death" de Dave McKean)

Su vista dejó el papel y continuó leyendo el horizonte, apenas deformado por uno que otro arbusto reseco. Sin decir palabra bajó a su cuarto donde tenía el equipaje preparado. Tomó la maleta y miró la silla junto a la ventana. Cerró la puerta y caminó de prisa entre las silenciosas habitaciones. Al llegar al comedor se detuvo. Nadie levantó la vista del plato y él no interrumpió. Pasó la mano sobre la vieja mesa que había restaurado años atrás y siguió por el pasillo. En la entrada lo esperaba un taxi.

El paisaje desértico duró poco. Algunas casas comenzaron a aparecer, luego poblados, una autopista y finalmente la ciudad. La ventana de su nuevo cuarto daba hacia la calle. Por ella entraba un leve tufo a carnicería que por momentos podía confundirse con ceniza o algo así. No había horizonte ya que la vista golpeaba de frente contra los anuncios comerciales. Las paredes eran blancas, había una cama, un clóset y una silla que colocó junto a la ventana. En ella yacía cada noche luego de intensos días de oficios y charlas. Colocaba su ropa sobre la cama, cruzaba las manos y dejaba a su mirada divagar entre los anuncios y los edificios. Aquel lugar era simplemente distinto: no había silencio, ni brisa, ni cielo y aun así lo sentía palpitar furiosamente.

Estoy adentro, rodeado de santos. También afuera, junto a las vallas, escuchando el murmullo de los ojos que hay en ellas: "El que ha de morir a espada, a espada ha de morir." Estas palabras hacen que me estremezca, no comprendo por qué llegan hasta mí. Estoy sobre la azotea como un águila, mientras el otro arde en la habitación.

Lo despertó un sol violento. Ya aseado y sin desayunar fue al salón de la comunidad. Todos fueron puntuales. Comenzó a hablar. Las etapas del ritual avanzaron en orden. Los feligreses repetían y contestaban al momento debido, sin equivocarse. Él examinaba cada uno de aquellos rostros. No conocía a nadie y sin embargo lo miraban fijamente. Sintió miedo e intentó desviar la vista hacia otro lado. No pudo, el murmullo de las oraciones le llamaba: "No llores, ha triunfado". "No llores, ha triunfado". "No llores, ha triunfado". Desesperado buscó entre la gente a alguien conocido: la buscó a ella. Fue en vano, todos eran anónimos y decían en coro: "Ven que te voy a mostrar el castigo de la célebre Ramera, que se sienta sobre grandes aguas". "No llores, ha triunfado". "No llores, ha triunfado". Entonces, sin apartarme de la ventana cerré mis ojos, tapé mis oídos, mordí mis labios y pude ver la capilla a lo lejos; incendiada, con llamas que casi alcanzaban la azotea donde se batían a muerte un águila y una serpiente.

Las pocas cuadras que debía recorrer a su regreso eran interminables: manos que acariciaban navajas, frutas que sudaban aceite, lenguas que lamían vidrieras y un humo que ocultaba los rostros.

Esa noche trató de orar y no pudo. Su cabeza era una caldera donde aún resonaban aquellas palabras: "El que ha de morir a espada, a espada ha de morir". De pie se inclinó sobre el borde de la ventana. Miró el anuncio que estaba titilando, miró la calle que estaba solitaria y volvió a la silla. Me encuentro aquí y afuera también. Desde ahí podía contemplar las rígidas azoteas, los balcones cerrados, las letras de neón y la niebla. El tiempo transcurría lento y perseverante. Me encuentro aquí y afuera también. ¿Quién me llama? ¿Qué quieren de mí? Cada minuto lo marcaba una gota de agua en el baño: apenas perceptible, pero puntual. Sus ojos estaban hundidos bajo los párpados, como si la noche los empujara hacia otro lugar. Vi una gran multitud; ciento cuarenta y cuatro mil que gritaban: "¡Cayó, cayó la Gran Babilonia!". Estas palabras insistentes, perseguidoras, hacen que me estremezca sobre la azotea; mientras el otro, se incendia en la habitación.

Despertó, aún sentado; tenía las manos oxidadas por el frío. Como pudo se levantó, tomó una ducha y comenzó a vestirse. Frente al espejo pasó un cepillo por su cabeza y sintió una molestia. Al instante, un hilo de sangre bajó de su frente. Apartó su cabello y descubrió, a unos centímetros de sus cejas, un inexplicable tatuaje. Ahora estoy en todos lados y todas las voces son una, que me increpa y sentencia: "Mete tu hoz y siega, porque ha llegado la hora de segar; la mies de la tierra está madura."

Consecuencia (tal vez horas, días o años más tarde): arrodillado, esperando el momento de poder seguir.

Mis dedos arqueados bastaban para resistir la luz. Ella siguió encadenada tras el anaquel, con el rostro hundido en la pared. No pudo verme abrazado a sus pies y con los dientes apretados esperó la estampida, fingiendo no saber que era su último cambio de piel.
AM
- Si sigues avanzando, se abrirá una zanja y todo habrá quedado atrás.
- Esperaré.
PM
- Ese hueco en la calle tan simple, mojado y esquivado es una mueca de dolor.
- Esperaré.
UNA TARDE
- Esa hendidura es el alimento de la masacre o una canción de cuna.
- Esperaré.
OTRO DÍA
- Un ser sin sexo nos ve desde la plaza.
- Su falda es una bandera y cubre un hueco tan simple y mojado como una mueca de amor.
DE MADRUGADA
Sin saberlo rodó sobre una piel que era una calzada. No podía dejar de mirarla y admitir que era hermosa, que un suspiro suyo bastaba para un sí porque la basura siempre es pateada y las orugas, miserables y traidoras, mueren como mariposas, sin importarles el secreto que las deforma.

Esa noche huí de la cama y descendí por la oscuridad pegajosa de las escaleras. Sentía tanta libertad, tantas uñas abandonando mi cuerpo que tuve miedo. La avenida estaba vacía; los postes de luz, derrotados, descansaban en el piso. Comenzaba a llover, pero ya lo había abandonado todo. Nunca volteé; tal vez no encendió la luz.